miércoles, agosto 25, 2021

La vacuna




 Lecturas de papel

 

La vacuna

 

Juan Guerrero (*) 

 

  Esa tarde no nos esperábamos la llegada de la enfermera. Una señorita uniformada que venía de la Sanidad. Ella tenía una forma muy particular de tocar a la puerta, caminar y saludar. Con su falda a medio paso, marrón, su blusa blanca manga corta y sus zapatos marrones de tacón corto y medias de nylon, entraba sosteniendo una bandeja de metal y saludándonos con su sonrisita un tanto sarcástica. –Buenas tardes, cómo están ustedes. Acto seguido, nuestra maestra con su voz segura y de tono firme, ordenaba: -Niños, de pie. –Saluden a la señorita. Todos al unísono, respondíamos: -Buenas tardes, señorita. 

 

  Pero como ya era tradicional en nosotros, de inmediato dirigíamos nuestras miradas a quien sería el primero de la lista, Acosta Villar, Freddy. Era un negrito carbón que pelaba los ojos mientras todos lo seguíamos mirando con burla y también con curiosidad. Nos relajábamos cruzando los brazos y dejándolos caer en el pupitre, donde apoyábamos la cabeza como queriendo desaparecer por debajo del mueble.

 

  Eran los tiempos de las vacunas. Tantas, que ya hasta nos habíamos acostumbrado a ellas. También a montarnos en el viejo autobús amarillo de la Malariología, donde nos llevaban a la medicatura para los exámenes de sangre, revisarnos la piel y los dientes. Eran tiempos de limpieza general, del aseo y la revisión higiénica que comenzaba siempre a las 7 de la mañana, después de entonar el himno nacional y del estado Zulia.

 

  La maestra, Josefa de Morles, se colocaba frente a la entrada del salón y ordenaba dos filas. Primero entraban las niñas y luego, los varones. Teníamos que extender los brazos frente a ella, doblar y mostrar las palmas de las manos, también los dedos y dejar al descubierto las uñas, abrir la boca y sacar la lengua, ladear la cabeza de un lado y luego del otro, mientras ella se acercaba y miraba las orejas y nos olía, cual can husmeando entre nuestras axilas.

 

  Pero ahí seguíamos contemplando a la señorita enfermera mientras ordenaba los frasquitos, jeringas, algodones y el oloroso alcohol. Ellas conversaban y nosotros rogábamos que se alargara la tertulia deseando que algún milagro ocurriera. Mirábamos a Freddy mientras se iba transformando, emblanqueciendo de tanto nervio y angustia. El tiempo se detenía, como ahora, y de repente las dos mujeres, como siguiendo un ritual previamente acordado, una alzaba el frasquito y con la mano derecha, pinchaba con la jeringa, mientras la maestra, sacudía la carpeta de asistencia y lanzaba por los aires a nuestro conejillo de indias: -Acosta Villar, Freddy.

 

  Como un autómata se paró y de inmediato, frente a la enfermera, desnudó su brazo izquierdo. –No mi corazón, dijo la enfermera. –Esta es diferente. Tienes que desabotonarte la camisa, y te pones un poco inclinado bajando la cabecita, mientras yo te alzo por detrás la camisa y la franelilla hasta arriba. Acto seguido, le clavó la jeringa en la espalda y nuestro héroe hizo solo un respiro tan hondo, que se le marcó todo el costillar cual perro callejero.

  Esa tarde todos en el salón lloramos, otros gritaron, otros sollozaron, pero al final, la maestra sentenció, junto con la enfermera: -Se han portado muy bien, ¡felicitaciones!

  En el recreo nadie dijo nada. Nadie preguntó, como por estos tiempos: ‘Para qué era esa vacuna’, ‘de qué laboratorio es’, ‘qué efecto tiene’, ‘qué país la fabricó’. Nada de nada. La maestra y la enfermera, solas, tomaban la decisión y ¡zas!, te pinchaban y listo. No había caricias, ni pobrecito, ni si es posible para mañana, o el otro día, o tengo tos’. Nada. Tampoco en la casa. Uno llegaba y apenas le decía a la mamá, o al hermano: -Me pusieron la vacuna (así, en la pura generalidad), y luego escuchabas: -Ajá. ¿Y te dolió? Luego, la respuesta era un encogerse de hombros y seguir al cuarto o al patio, a lamentarse en la soledad de uno con uno mismo, y nada más.

 

  Ahora, no. Ahora es un puje tras puje. Una criticadera, una duda, una preguntadera generalizada. Lo viví hace poco. Yo mismo me vi entre una larga fila de preguntones: -¿Será que esa vacuna china sirve? ¿O mejor esperamos la rusa? Mientras la mujer en la medicatura seguía con su cara bien lavada y descubierta, llamando y ordenando a la gente para el pinchazo. 

 

  Total, escucho a alguien a mi lado murmurar: -Es que el porcentaje de efectividad de esta vacuna es inferior a las que existen en otros países. Lo observo, apenas si sabe manipular su costoso teléfono de última generación. La gente se desordena, tanto por la espera como por tanto infiltrado que llega de último y lo pasan de primero. 

 

Después de tres horas, en medio de una lluvia mañanera y con hambre de perro, da igual la que nos pongan. Pienso en mis tiempos de cuando era niño. Había orden y la maestra y la enfermera disponían de nuestro mundo y nosotros, a fin de cuentas, confiábamos en ellas y en las vacunas.

 

(*)  camilodeasis@hotmail.com   TW @camilodeasis   IG @camilodeasis1

 

miércoles, agosto 18, 2021

Las primeras palabras

 





Lecturas de papel

 

Las primeras palabras

 

Juan Guerrero (*) 

  

  Después de las tradicionales, ma-me-mi-mo-muy ‘mi mamá me mima’ la palabra que inició mi vocabulario, fue Singer. Mi madre era modista y yo la veía todos los días frente al mueble, ella sentada frente a su máquina, yo, carreteando mis juguetes artesanales que ella me fabricaba con los carretes del ‘hilo Elefante’. Así, desplegaba sus telas y ellas viajaban por los aires y dejaban impregnado el ambiente de extrañas fragancias. Olían a cosa nueva. Las llamaba, popelinacaquigabardinacasimirlinoseda, entre tantas otras. Las acompañaba mientras pronunciaba los colores, con el fino timbre del hilo aguja, o el grueso tono del, botón, o ese chasquido llamado, rache, que después cambió, cuando nos fuimos a vivir a Caracas, por el novísimo, cierre mágico.

 

  Pero antes de combinarlas para saber que todas eran parte de una prenda de vestir, en silencio me iba a mi escuela particular, en el patio de mi casa, allá en el Maracaibo de finales de los 50, y mientras conversaba con mi amigo imaginario y las hormigas, pronunciaba esas mágicas palabras y las usaba en mis juegos inventados para vestir a las hormigas. Bajando los dos peldaños de la escalera de cemento, entraba a mi escuela donde tenía al señor mango, un inmenso árbol en todo el frente con sus grandes brazos,abiertos y cubiertos de hojas, a mi izquierda, veía a la espigada lechosa con sus frutos en lo más alto. También, casi al centro, el níspero delgado y con la fragilidad de sus ramas. Del otro lado estaba la acacia, donde colgaba un columpio. Allí pasaba el resto de la tarde contemplando cómo mis pequeños amigos elevaban las petacas llamadas después, volantines.

 

  Yo andaba por las tardes aventurado en un espacio todo para mí. Hasta que una amiga de mi madre le sugirió que debía enviarme a la escuelita. –Carmen, mira que el muchacho anda como hablando solo. Es bueno que también vaya y se entretenga con otros niños en casa de la vecina. Era una improvisada escuela vecinal al final de la vereda número 32. Y de esa conversación recuerdo otra extraña palabra: kindergarten. En mi tiempo nada de eso existía, solo las escuelitas donde íbamos con nuestro taburete y una locha, dinero que nos daban para comprar el helado casero.

 

  Erealidad creo haber nacido a la consciencia de existir, de tener idea de estar en el mundo, una tarde cuando mi madre me llamó. Yo, como siempre en el patio, subí los escalones mientras ella entraba al baño. –Tienes que tener siempre las manos limpias. Así como lavo tus manos, así hacía siempre la negra Hipólita con El Libertador. Esa expresión me impactó. Cuando salí del baño el mundo era otro. Mi madre me llevó hasta el comedor, buscó mi libro de Primaria, se sentó y me subió a su regazo, y me leyó el cuento de la Cucarachita Martínez y el ratón Pérez.

 

  Al final terminé en un puro llanto. Mi hermana, Tane, trató de calmarme. Pero todo fue infructuoso. Ya para la noche, el típico ataque de asma se hizo presente. Me acostaron en mi hamaca de lona blanca y me llenaron el pecho con numoticine, otra de las primeras palabras que recuerdo.Después, mi mundo se fue ampliando a medida que iba conociendo palabras. Tantas, que mi madre inventó un juego: buscó el diccionario de mi hermana mayor, pequeño y lleno de páginas, y como ya sabía leer, mencionaba una palabra y yo tenía que encontrarla en ese libro. Supe entonces que las palabras vivían también en esos objetos que llamaban libros. Esa asociación se fue ampliando, ya no estaban adheridas al ruedo de pantalones ni al zurcido de vestidos, ni al ruido de la máquina de coser de mi madre. Se fueron más allá de ese entorno. Tanto, que cierta tarde, mientras mi padre salía de la casa, mi madre apresuró el paso, abrió la ventana y llamó a mi padre: -Guerrero, no olvide traer el pan y el litro de leche. Con esa palabra llamaba mi madre a mi padre. Supe entonces que su trabajo estaba fuera de la casa. Era fotógrafo, y pude grabar ese término en mi memoria. Pude ver toda la inmensidad de esa palabra la vez que visité a mi padre en plena plaza Baralt. Allí, en medio del bullicio y la algarabía, mi padre tenía metida su mano en una manga de tela negra, en un cajón. Este se soportaba en un trípode de madera. Al frente, sentada en una silla de metal, una goajira estaba inmóvil mientras mi padre le daba instrucciones y después escuc un clic, y –listo, dijo mi padre.

 

  Lo ayudaba en las vacaciones cortando, con una tijera dentada, los pequeños sobres blancos donde se colocaban las fotografías. De esas visitas asocio algunos términos, como Agfa, unos sobres que estaban en una caja pequeña de color rojo. De mi escuela y de mi maestra, Josefa de Morles, puedo asociar la palabra, severidad. La vez que una representante fue a reclamarle por los reglazos que le propinó a su hija. Pero mi maestra Josefa, si bien era severa, no era ni mala ni menos perversa. Ella nos dejaba ir, en el recreo, hasta la casa donde vendían la chicha Williams, esa otra palabra que tanto me gustaba pronunciar.

 

  Después, ya un poco mayor, mi lenguaje se fue acercando a las orillas naturales donde fluye el discurso literario. Pasé de esa mágica oralidad donde las palabras son carne y sangre, discurren en la tonalidad de la pronunciación, a estar fijas, como estáticas, casi frías, de los libros. Los puedo a ellos asociar a la familiaridad, a la cercanía de otras experiencias. Como cuando nos tocó enterrar los libros de mi hermana mayor; los envolvíamos en bolsas plásticas, hacíamos huecos en el patio y los enterrábamos. De esta manera, la policía política de la época no podía encontrarlos para llevárselos. Así, días después íbamos al patio para desenterrarlos. Mientras los sacábamos y limpiábamos, yo escuchaba la conversación de mis padres y hermanos. De nuevo salían otras palabras, ahora nombres como, KafkaGorkiRamos SucreAndrés Eloy BlancoRilke. Eran parte de mi familia, esa era mi conclusión. 

 

  Por eso amo tanto las palabras y a quienes las cultivan. Me agrada el timbre, el tono, la entonación de quien a bien tiene pronunciarlas. Hoy sigo regresando a mi primera escuela y mi primera maestra, mi madre y el patio de mi casa. Allí moran mis palabras, estas y tantas otras. Siempre he de regresar, como una interminable costura donde el hilooriginal se adhiere a otras telas, otras texturas, otras fragancias, pero con la misma sensación del primer encuentro, con la emoción de la primera vez.

 

(*)  camilodeasis@hotmail.com   TW @camilodeasis   IG @camilodeasis1

 

miércoles, agosto 11, 2021

Luis Lares: artista de la imagen industrial




 Lecturas de papel

 

Luis Laresartista de la imagen industrial

 

Juan Guerrero (*) 

 

  La fotografía documental en Venezuela, referida al tema industrial, ha sido escasamente tratada y muy poco analizada. Si abordamos este tema, resaltan tres nombres,que, en el país del olvido, pueden dar testimonio fotográfico sobre el tema.

 

  En la zona de la industria extra-pesada venezolana,Matanzas, que forma parte de Ciudad Guayana, integrada también por su sector tradicional y originario, San Félix, y por su área moderna, Puerto Ordaz, pueden mencionarse tres grandes fotógrafos dedicados al trabajo de la imagen industrial, la arquitectura de la ciudad y sus habitantes. Tanto Federico Isasi como Lionel Arteaga, han dedicado gran parte de su trabajo visual a documentar la historia de las Empresas Básicas de Guayana. El otro es, Luis Lares (1951-2021) quien mantuvo por más de treinta años una permanente vinculación con la llamada Zona del Hierro.

 

  Le conocí a inicios de los años 80 del pasado siglo. Venía de realizar estudios de fotografía y dirección cinematográfica en Londres. Trabajó varios años como promotor cultural y tuvo bajo su responsabilidad las actividades de cultura de la empresa, Interalúmina. Después, fue director de cultura de Venalum, la gigante del aluminio primario venezolano. Posteriormente, se fue a Ciudad Bolívar como director del prestigioso Museo de Arte Moderno, Jesús Soto, de Ciudad Bolívar.

 

  Mientras se ocupaba de sus actividades administrativas y presentación de grupos, personajes y demás aspectos burocráticos, Luis dedicaba también su tiempo a registrar en imágenes, la vida industrial de la ciudad y sus empresas. Así, en compañía de quienes conocían a profundidad el ambiente industrial, como el escritor Francisco Arévalo, Lares fue identificando y capturando los ángulos, perspectivas, encuadres, movimientos y sujetos para recrear un mundo que transformó y ‘congeló’ en cientos de imágenes que dan cuenta de una historia, la historia del mundo industrial venezolano, que hasta entonces era desconocido o escasamente tratado fotográficamente.

 

  Los aspectos técnicos referidos al tratamiento del revelado, la densidad del grano duro, la intensidad de la luz y la sobre exposición, el uso de los grandes planos para mostrar la majestuosidad de las estructuras industriales, vistas como gigantescas catedrales con sus altos hornos y chimeneas, lo mismo que los planos completos y medios planos donde los sujetos muestras el dramatismo de una vida industrial, que se caracteriza por la presencia permanente del ruido, calor y polvo, son características que distinguen el trabajo de Luis Lares.

 

  De sus exposiciones, recuerdo la presentada en la Sala de Arte-SIDOR (1984), Permeables, una invitación a penetrar descalzos sus construcciones visuales para introducirnos en una especie de túnel vibrante de luz y colores que combinaban y resultaban en nuevos prismas multicolores. Trabajo ya ideado cuando estudiaba en la escuela de fotografía en Londres, a finales de los años 70.

 

  Otra muy interesante y grata exposición fue la referida a los Hombres de carbón(1993) donde Luis Lares seleccionó a varios trabajadores de las llamadas ‘contratas’ que laboraban en las paradas técnicas de Venalum, quienes fueron protagonistas para una serie de imágenes, especie de retratos, donde los sujetos se mostraron con sus atuendos y herramientas de trabajo. Lo característico de este trabajo es el aspecto de una realidad, donde las sombras se acentúan en una luz dura, directa, resultando una imagen trascendente que se afirma en una estética personalísima, por tanto, original. No hay intención de denuncia ni reclamo social. Es la expresión, el lenguaje kinésico del sujeto mientras habita el entorno industrial.

  Refiero una anécdota sobre la inauguración de esa exposición, cuando los invitados especiales fueron los protagonistas de esas fotografías. Miraban con curiosidad sus retratos, otros reían, otros se sorprendían, mientras el autor disfrutaba de satisfacción por tan magnífico trabajo.

 

  Si en algún momento se consolida la idea-proyecto de un museo de la fotografía en Ciudad Guayana, que por tanto tiempo se ha esperado, sería un merecido reconocimiento a la labor de promoción cultural y como fotógrafo documentalista del obrero industrial venezolano, para este artista de quien hablamos. Excelente creador de imágenes y gran profesional de la promoción cultural. 

 

(*)  camilodeasis@hotmail.com   TW @camilodeasis   IG @camilodeasis1