La propaganda del partido comunista chino dejó colar, estratégicamente, unas cuantas imágenes que permitían claramente apreciar cómo desfallecían en media calle algunas personas en Wuhan. Después, los siguientes días fueron imágenes con cientos de miles de chinos con mascarillas, inmensos camiones rociando un extraño líquido por las calles, y muchas otras con jeringas, gasas, camillas, policías, gritos y desesperación.
Eso desató la estampida sobre los países asiáticos, occidente y el resto del mundo. La intensidad de las imágenes inundando al mundo de miedo, tanto la realidad virtual de las redes sociales como la realidad real de las calles que progresivamente se vaciaban de ciudadanos y vehículos mientras los hospitales se abarrotaban de enfermos y moribundos, disparó la tragedia que se deseaba: el miedo de la pandemia que, suspicazmente, la Organización Mundial de la Salud no tardó en declararla oficialmente como tal.
Porque si existe un real y verdadero miedo del hombre a algo semejante a la muerte, es precisamente el ancestral y espeluznante pavor al contagio que trae consigo la peste. Pero esta peste, llamada ahora coronavirus, covid-19 o virus chino, revela un mal mucho más peligroso, cavernícola y profundamente contagioso: el miedo atávico que desata el hombre-masa estando en el poder.
Ya el filósofo español, José Ortega y Gasset, en su revelador libro La rebelión de las masas advirtió de la tragedia que para la humanidad significan los autoritarismos, totalitarismos y la pequeñez humana en los líderes y dirigentes al frente de gobiernos orientados, bien sea de izquierda o de derecha, al control social usando el miedo como estrategia de Estado. Les llamó “hemiplejía moral” a esa visión reduccionista de quienes se acostumbran ver el mundo, sea desde el ojo derecho o con el izquierdo. Es, en palabras del filósofo, “una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil” dentro de la ratonera que implica ser un hombre-masa.
Porque el miedo que recubre esta peste del siglo XXI tiene implicaciones, no tanto económicas y políticas, sino básicamente morales y éticas. Es el manejo estratégico del poder en el liderazgo mundial sobre la ignorancia de la muchedumbre (mass-media) para apalancar el surgimiento del control sobre extensas poblaciones en la instauración de la sociedad de la servidumbre.
He revisado recientemente las intervenciones de un joven activista de los derechos civiles de origen chino, Yuan Lee, quien a sus 28 años está arriesgando su vida para denunciar al Estado chino y su camarilla del comité central del partido comunista. Si bien indica, con supuestas pruebas, el origen del virus en un laboratorio de la ciudad de Wuhan, lo que llama la atención es su vehemencia al desnudar a la jerarquía comunista china como promotora de la represión de la sociedad china (cerca de 80 millones de asesinados desde la instauración del comunismo en China) y su inmenso poder para el control social.
Y precisamente la característica para mantener controlada a la población, y sobre manera a la “masa”, es el miedo. El ancestral y terrible temor al contagio. Creo que el liderazgo mundial, sea de izquierda o derecha, se está aferrando a esta pandemia, unos para afianzar su influencia sobre extensas poblaciones, otros para expandir sus productos farmacéuticos, y otros más, para controlar sus pequeñas parcelas de influencias. Por eso, los próximos años encontrarán un mundo mucho más aislado, distante físicamente, pero a la vez más cercano, familiar, vinculado e “informado virtualmente”.
Si los procesos de enseñanza-aprendizaje, los modelos educativos no se adecúan a las nuevas tecnologías, si los gobiernos no acercan a sus ciudadanos a los procesos pedagógicos con base en cambios significativos sobre la libertad individual y principios de solidaridad y libertad y respeto a las comunidades, tendremos estados mucho más proclives al autoritarismo y al totalitarismo. Gobiernos que impondrán a sus ciudadanos más restricciones, regulaciones para el tránsito y circulación, el acceso a redes sociales, entre un mar de nuevas restricciones que se mostrarán en ordenanzas municipales, decretos departamentales y leyes draconianas nacionales y federales.
El modelo de la sociedad de la servidumbre, hecho en China, se está expandiendo gradualmente a otras partes. Europa, con el pretexto de la pandemia, verá en los próximos meses y años el nacimiento de controles más estrictos en su población. Ya lo observamos en la censura que se impone a los medios de comunicación. En Latinoamérica, la tendencia será un reagrupamiento de las fuerzas de la izquierda radical en su afán de demoler estados democráticos, como en Chile, Colombia, México o Perú, para ensayar modelos de estados que posiblemente fusionarán para establecer regímenes únicos, autoritarios y totalitarios. Venezuela ya se encuentra en fase de transición para una sociedad francamente servil y absolutamente controlada. Los controles y restricciones sociales establecidos desde hace años contra la población, y que han llevado a la escasez de los servicios públicos, como electricidad, agua potable, gas, telefonía e Internet, han sido ensayos que ahora, con la restricción de los combustibles, impiden de hecho el tránsito ciudadano más allá de 50 kilómetros de su entorno. Estas restricciones, aunado a la descomunal y mortífera proliferación de la delincuencia, ahuyentaron desde hace años el turismo. Indicamos esto porque de tanto mal y terror con esta pandemia, que tiene en la movilidad social (transporte) su agente de difusión, nos ha protegido indirectamente. Pero el venezolano vive, desde hace varios años, en una permanente “cuarentena social” de miedo, terror y constante incertidumbre.
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