domingo, noviembre 19, 2006

El río, esa presencia telúrica





Mirar el río hecho de tiempo y agua
Y recordar que el tiempo es otro río,
Saber que nos perdemos como el río
Y que los rostros pasan como el agua.
Jorge Luis Borges. Arte poética.


Como el río, la ciudad nos cubre con una sutil piel acuosa. De madrugada la ciudad se impregna con un manto de rocío. He vivido en este lugar de aguas muchos años y siempre la mirada regresa a la primera vez, cuando en la distancia avisté esas dos presencias: Orinoco y Caroní. También llevo en mi mirada los amaneceres en los caños del Orinoco, entre aguas quietas y siluetas de toninas con sus amorosos silbidos. Así también los atardeceres frente al Caroní, cuando las nubes enormes se amontonan sobre la dulce agua para cubrirla a la hora del ángelus.
La piel de esta tierra está impregnada por ambos ríos. El Orinoco es una inmensa línea de agua dulce que arrastra una antigua memoria. Esa ancestral y telúrica emoción donde todo ser que lo habita se sabe dueño de un secreto.
La ciudad es un espacio de dos aguas que la rodean y la hacen aparecer imponente y altiva. Así es su destino; anchuroso y majestuoso. Es como sus ríos, de cuerpos que a cada instante cambian. Infinitos rostros la pueblan.
La del Orinoco es un agua que viene del fondo de la selva. Desde el cerro La Neblina nace quien alguna vez depositó sus aguas en los bordes mismos de Urumaco, allá cerca de la península de los médanos; arenas que vienen del norte de África. Por eso el Orinoco ha vertido sus barrosas aguas sobre casi todo este espacio. Y de esa arcilla las manos antiguas fueron modelando el rostro de su gente, tan semejante a sus orillas. Sobre esta tierra reposan las gotas, los rocíos y las ondulaciones acuosas de esta memoria telúrica llamada ahora Orinoco.
Pero el agua del Caroní es diferente. Es más imperceptible y fantástica. Caen sus aguas del propio cielo. Aguas que en su bajada mineralizan y abrillantan la fresca piel guayanesa. Así de fuerte es esta presencia áurea y diamantífera que energiza la ciudad y la hace vital en su esplendorosa noche que compite con la luz enceguecedora del día.
Amo la ciudad doble en sus silencios, desde sus esquinas, en las calles anchas de Puerto Ordaz o en las angostas y torcidas callejuelas de San Félix. Amo mi ciudad doble en las frentes de sus hombres y mujeres que la pueblan. En los sudores del mediodía. Cuando refresca la tarde. En las madrugadas cuando los jóvenes la asaltan, entre cervezas, cigarros y música estridente. Es mi ciudad. Es mi ombligo del mundo. Es mi ventana mística donde encuentro las respuestas a lo que fui, soy y seré.
Este sitio, este lugar del mundo es quizá el único que tiene no una sino dos memorias citadinas que se acoplan y coexisten en su diversidad. Como sus dos ríos, San Félix y Puerto Ordaz reflejan a la vez la pureza y el lado pútrido de su misma esencia. Y en modo alguno es contradictorio. Es más bien la expresión de una dinámica de vida donde afloran las pasiones en su asombro constante de existencia: monjas y putas se confiesan en su íntima relación con los ríos. La ciudad doble es abierta y a la vez secreta. Mantiene siempre una duplicidad en todo. Es un espacio sagrado y constantemente profanado por aventureros, mercaderes del vicio, religiosos que dicen haber llegado al paraíso, académicos que concretan saberes en las enormes catedrales que vierten humo y olores, o damas y caballeros que de día se enserian en sus cargos ejecutivos y de noche confiesan sus penas en casinos, clubes y prostíbulos. Pero también los dos ríos purifican constantemente odios y rencores, tristezas y melancolías. Toda agua, todo líquido y toda forma acuosa que se aloja en la carne y en la sangre guayanesa, vienen de esos ríos y a ellos regresan. Por eso la humedad que se siente en la ciudad está impregnada de sensualidad, de erotismo que se hace carne y despierta pasiones. Las mujeres y hombres que habitamos la capital del sur de esta expresión geográfica llamada ahora Venezuela somos seres vitales, acostumbrados a vivir el tiempo acompasado por las olas de los ríos. Es siempre un mismo y cambiante tiempo; como sus ríos, que siempre están pero que siempre pasan.

mañana del diez de enero de dos mil seis.

miércoles, noviembre 01, 2006

toribio



Le recuerdo siempre sentado a un lado del patio de la casa, con su índice derecho colocado a la altura de la boca. Pensativo. Mirando a la distancia. Debajo de un improvisado techo, al lado del limonero. Flacos ambos; tanto él como el enclenque árbol. Hombre de alpargatas y sombrero de ala corta. Nunca abandonó su sombrero. Desde el amanecer hasta que se iba a dormir, se le veía con su indumentaria de campesino. Camisa manga larga que a veces anudaba a la cintura. Hablo hoy de ti, Toribio Viterbo. Nombre único y esplendorosamente antiguo, como el adagio en sol menor de Albinoni, que escucho ahora y que cierta vez te mostré y tanto te agradó. Venido de los lados de un pueblo también viejo y casi mágico. De El Palmar donde el casabe es pan de mesa. Donde los primeros vehículos a motor, como me contaste cierta vez, asustaron a medio pueblo. “Era, don Juan –como me llamabas, cosa del diablo. Era negro y echaba humo por el frente. Yo tenía como 15 años. Lo vi venir por la calle arenosa del pueblo. Mire que acaté sólo a tirarme a un lao cuando pasó por el frente. Me santigüé por aquello del fin del mundo.” Pero Toribio casi no hablaba. Tampoco fue un hombre de hacer muchos ruidos a su alrededor. Era silencioso. Más bien taciturno. Pasaba ratos casi sin moverse. Como rígida estatua que se confundía con el limonero. Parecían dos árboles viejos. Secos ambos. No sé quién secó a quién. Lo cierto es que eran el uno para el otro. Se hablaban. Muchas tardes le escuchaba conversar con su arbolito de limón. Por las tardes también venía adentro de la casa mientras cargaba entre las manos un viejo periódico. Lo leía y releía. Ya cuando no lo podía leer más, entonces lo dejaba y buscaba otro. Más viejo o más nuevo. Más de una vez nos sorprendió con noticias que para él eran delicadas. Casi todas ya habían pasado hacía meses o semanas. Pero Toribio se sorprendía al saberlas. Quizá sea por ello que en sus pensamientos y cavilaciones, un buen día se decidió a escuchar la radio. Tenía uno pequeñito donde escuchaba las emisoras locales. Por las tardes, casi ya en la noche, se dedicaba a escuchar las noticias del día. Eran de su interés y muy silenciosamente ponía atención al locutor mientras miraba a lo lejos. Su silencio era la marca esencial de su elegante discurso. Esa habla de campesino señorial que marca y alarga sus vocales. Casi nunca decía nada. Hablaba desde el silencio. Podía pasar horas de horas callado y sentado en su sillita. Sobre un espacio encementado. Cuando hacía demasiado calor, se iba al cuarto a bañarse y después echaba agua al limonero y al poco de tierra que estaba cerca de él. Las veces que salía de la casa, cambiaba sus chancletas por alpargatas. Fue de los últimos hombres que he conocido que siempre calzó alpargatas cuando salía, contadas veces, y jamás abandonó su sombrero. De él aprendí a valorar aún más los momentos de silencio y la simplicidad de las cosas. Para vivir no se necesitan muchas ni grandes cosas. Apenas la vida. También el silencio. Un árbol, aunque sea de los pequeños, pero árbol al fin. Un sombrerito. Un par de alpargatas. Lo demás son ganancias que en este mundo tenemos, como contemplar los azulejos que llegaban por las mañanas y a partir de las cinco de la tarde. Como leer viejos periódicos y escuchar. Porque Toribio escuchaba mucho. Siempre atento aunque parecía que estaba ido. Como con sus pensamientos volando más allá de las nubes, en las calurosas tardes de esta nuestra ciudad de momentos que semejan otras memorias. También sorprenderse de la vida y sus encantos.
Ahora Toribio se volvió puro silencio y recuerdos. Mi flaco amigo se estará más callado que de costumbre. Ya no le hago más su sopa de los domingos. Pero también el limonero se quedó solo y quién sabe si habrá alguien que de vez en cuando le eche una agüita.