Mirar el río hecho de tiempo y agua
Y recordar que el tiempo es otro río,
Saber que nos perdemos como el río
Y que los rostros pasan como el agua.
Jorge Luis Borges. Arte poética.
Como el río, la ciudad nos cubre con una sutil piel acuosa. De madrugada la ciudad se impregna con un manto de rocío. He vivido en este lugar de aguas muchos años y siempre la mirada regresa a la primera vez, cuando en la distancia avisté esas dos presencias: Orinoco y Caroní. También llevo en mi mirada los amaneceres en los caños del Orinoco, entre aguas quietas y siluetas de toninas con sus amorosos silbidos. Así también los atardeceres frente al Caroní, cuando las nubes enormes se amontonan sobre la dulce agua para cubrirla a la hora del ángelus.
La piel de esta tierra está impregnada por ambos ríos. El Orinoco es una inmensa línea de agua dulce que arrastra una antigua memoria. Esa ancestral y telúrica emoción donde todo ser que lo habita se sabe dueño de un secreto.
La ciudad es un espacio de dos aguas que la rodean y la hacen aparecer imponente y altiva. Así es su destino; anchuroso y majestuoso. Es como sus ríos, de cuerpos que a cada instante cambian. Infinitos rostros la pueblan.
La del Orinoco es un agua que viene del fondo de la selva. Desde el cerro La Neblina nace quien alguna vez depositó sus aguas en los bordes mismos de Urumaco, allá cerca de la península de los médanos; arenas que vienen del norte de África. Por eso el Orinoco ha vertido sus barrosas aguas sobre casi todo este espacio. Y de esa arcilla las manos antiguas fueron modelando el rostro de su gente, tan semejante a sus orillas. Sobre esta tierra reposan las gotas, los rocíos y las ondulaciones acuosas de esta memoria telúrica llamada ahora Orinoco.
Pero el agua del Caroní es diferente. Es más imperceptible y fantástica. Caen sus aguas del propio cielo. Aguas que en su bajada mineralizan y abrillantan la fresca piel guayanesa. Así de fuerte es esta presencia áurea y diamantífera que energiza la ciudad y la hace vital en su esplendorosa noche que compite con la luz enceguecedora del día.
Amo la ciudad doble en sus silencios, desde sus esquinas, en las calles anchas de Puerto Ordaz o en las angostas y torcidas callejuelas de San Félix. Amo mi ciudad doble en las frentes de sus hombres y mujeres que la pueblan. En los sudores del mediodía. Cuando refresca la tarde. En las madrugadas cuando los jóvenes la asaltan, entre cervezas, cigarros y música estridente. Es mi ciudad. Es mi ombligo del mundo. Es mi ventana mística donde encuentro las respuestas a lo que fui, soy y seré.
Este sitio, este lugar del mundo es quizá el único que tiene no una sino dos memorias citadinas que se acoplan y coexisten en su diversidad. Como sus dos ríos, San Félix y Puerto Ordaz reflejan a la vez la pureza y el lado pútrido de su misma esencia. Y en modo alguno es contradictorio. Es más bien la expresión de una dinámica de vida donde afloran las pasiones en su asombro constante de existencia: monjas y putas se confiesan en su íntima relación con los ríos. La ciudad doble es abierta y a la vez secreta. Mantiene siempre una duplicidad en todo. Es un espacio sagrado y constantemente profanado por aventureros, mercaderes del vicio, religiosos que dicen haber llegado al paraíso, académicos que concretan saberes en las enormes catedrales que vierten humo y olores, o damas y caballeros que de día se enserian en sus cargos ejecutivos y de noche confiesan sus penas en casinos, clubes y prostíbulos. Pero también los dos ríos purifican constantemente odios y rencores, tristezas y melancolías. Toda agua, todo líquido y toda forma acuosa que se aloja en la carne y en la sangre guayanesa, vienen de esos ríos y a ellos regresan. Por eso la humedad que se siente en la ciudad está impregnada de sensualidad, de erotismo que se hace carne y despierta pasiones. Las mujeres y hombres que habitamos la capital del sur de esta expresión geográfica llamada ahora Venezuela somos seres vitales, acostumbrados a vivir el tiempo acompasado por las olas de los ríos. Es siempre un mismo y cambiante tiempo; como sus ríos, que siempre están pero que siempre pasan.
mañana del diez de enero de dos mil seis.