miércoles, junio 27, 2007

miércoles, junio 20, 2007

La Gafedad del Mío Cid


Escrito a mediados del 1140 y copiado posteriormente por un tal Per Abad, el año 1207, el cantar del Mío Cid ha sido el paradigma de la lengua nuestra por excelencia. Dos grandes filólogos, Bello y Menéndez Pidal coinciden en ello y le otorgan al poema rasgos de partida de nacimiento para comprender la posterior evolución de nuestra lengua.
Estructurado el texto en tres partes: destierro del Campeador por el rey Alfonso VI, tras supuestamente haberse apoderado el héroe de unos bienes mal habidos; captura del sitio de Valencia e inicio de la retirada de los moros, y; desposamiento de sus hijas con los infantes de Carrión. El poema supone un propósito superior y éste viene representado por la necesidad del héroe en demostrar valores, como la lealtad, la honradez, la valentía, entre otros, que han sido puestos en tela de juicio por el rey al condenarlo al destierro.
Si bien el Campeador acepta inicialmente la pena impuesta, que incluye la pérdida de sus derechos de patria potestad sobre su familia, mujer e hijas, así como la de ser asistido y peor aún; el que nadie le pueda dirigir la palabra so pena de ser castigado; observamos en este hecho una singular manera de castigo más profundo, que lacera y corroe el alma: la negación de la palabra. No es sino una niña, que por su ingenuidad se atreve a hablarle cuando llega a uno de los pocos poblados donde inicialmente puede acercarse.
Esta manera de castigo, de negarle la palabra al Otro-diferente viene de muy antiguo. En los pueblos de la antigüedad se usaba castigar con la máxima pena a quien realizaba actos innobles; como ultrajes, asesinato o quien maldecía injustamente. Nadie en el pueblo podía ni mirarlo ni dirigirle la palabra. Así, el condenado terminaba o yéndose del pueblo, o se volvía loco o se suicidaba. Por su parte los romanos y griegos eran un poco más benévolos: a los corruptos les permitían estarse en la polis… sin embargo, cuando se les saludaba, al extenderles la mano se les volteaba la cara en señal de desprecio. Quizá en nuestros días ya no ocurre eso pero en algunos lugares, cuando alguna persona decide no dirigirle más la palabra a otra, aún se escucha la frase: -Fulanito le hizo la cruz a sutanito.
El condenado, en nuestra reflexión Rodrigo Díaz de Vivar, experimenta en carne viva la condena propia de aquellas almas que eran despojadas de todo cuanto les suponía derecho de ciudadanía. Pierde, como ya indicamos, sus derechos de patria potestad sobre su mujer e hijas, pierde su derecho de poder vivir en su pueblo, pierde el derecho a comunicarse con sus semejantes, pierde sus derechos sociales como un hijodalgo (Hidalgo), que si bien es uno de los primeros escalones en la jerarquía monárquica de la época, está en el camino del ascenso social. Es un condenado real. El Cid es un ser menospreciado por la divinidad encarnada en el rey.
Pero ¿qué es aquello que tanto ven en el héroe que repugna y hace que le saquen el cuerpo y le den la espalda.?.
La respuesta a ello no está tanto en la manera externa como se desarrollan los acontecimientos, como en el padecimiento por el que pasó la sociedad de aquellos tiempos.
Ese padecimiento al que nos referimos es la llamada Gafedad, Lepra, enfermedad leonina o elefantiasis. Esto, por las características que reviste en los enfermos la inclinación del cuerpo que se encorva, junto con la característica que adquieren los miembros superiores, así como la alteración del tejido dérmico. También por estar por mucho tiempo confundida con la sífilis, se le emparentó a esa enfermedad, caracterizándose al enfermo como pecador y por tanto, condenado por Dios a padecer semejante mal.
Al leproso o gafo, una vez identificado como tal, se le despojaba de absolutamente todo derecho civil, al punto de ser declarado en la práctica, un muerto viviente. Nadie se le podía acercar, ni hablar ni darle posada ni alimentarle. Andaban los leprosos por los bordes de los caminos y lejos de las entradas a los pueblos, mientras sus carnes se caían a pedazos, se iban desintengrando poco a poco. Quedaban en la desnudez como almas que vagaban en la medianoche de esos tiempos.
Pero el Campeador no padece de lepra, físicamente hablando. Eso es cierto. Su padecimiento es interno, espiritual y semeja en todo la desintegración del cuerpo individual, aquello que se experimenta en la vida de una sociedad que por cerca de 800 años permanecía bajo dominio de la cultura islámica. Apenas unos cuantos señoríos, aldeas cristianas dispersas en la zona del cántabro, donde se guardaban los misterios de una cultura heredada de la hispania romana y de los visigodos. Pedazos de fragmentos de un imperio, como el romano, roto y partido en dos grandes bloques, el de oriente y occidente, que posteriormente fueron a su vez partiéndose en pedazos de espacios donde apenas quedaban vestigios de ese esplendor imperial. Esa es la vida de una sociedad que padeció la enfermedad de la lepra en toda su intensidad. Una fractura física pero básicamente espiritual. Lo vemos en la duda sobre los valores que inicialmente al héroe le reclama el mismísimo representante de la divinidad en la tierra, el rey.
Siempre me ha asaltado la duda de esos valores del Campeador que tanto han ensalsado los estudiosos del cantar. Posiblemente asumo la valentía y el sacrificio como actos caballerescos. Pero ciertamente hay un dejo de fetidez, de cosa extraña, por decir lo menos, cuando el Cid ofrece a sus propias hijas a unos mozalbetes por el sólo hecho de su linaje real.
Cómo se le podría catalogar a este Rodrigo Díaz de Vivar ahora?. Un arribista social?. Ciertamente los tiempos son diferentes. Pero no encuentro nada de heroico en este suceso, salvo para lo afirmado anteriormente y también, para acercarse a su bendito rey, para complacerse ente la divinidad. Pareciera, modernamente hablando, un chupamedias cualquiera. No encuentro nada de extraordinario en semejante acto salvo la fetidez de una enfermedad que arrastra en su alma y que es, como bien ya conocemos, un mal por insanía, por suciedad, una infección tal y como siglos después Hansen lo indicó.
Esa infección ataca al Cid y está caracterizada también por la tendencia de un hijodalgo a escalar posiciones en la jerarquía monárquica, a como dé lugar, aún y teniendo que regalar a sus propias hijas a unos cobardes nobles, como son los Infantes de Carrión.
Curiosa enfermedad que diezmó a media Europa, junto con la peste y que posteriormente, fue traída a este lado del mundo precisamente por ladrones, asaltantes, corruptos, ineptos, expresidiarios y demás truhanes, que formaron los primeros grupos de europeos que vinieron a este continente.
Como vemos, cada época parece estar signada por claves discursivas, por palabras mágicas que determinan el comportamiento de una sociedad. Lo vemos en la alta y baja Edad Media, con la lepra o mal divino. También en siglos posteriores, con la tuberculosis. Enfermedad que se acentuó a finales del setecientos y todo el ochocientos. Mal de la melancolía y el padecimiento silencioso. Enfermedad socialmente aceptada por ser un síndrome de tortura enviada por Dios. Los tísicos eran en el ochocientos personas jipatas, amarillentas, extremadamente flacos, de ojos desorbitados, propensos al desvanecimiento y la permanente tos que llegaba a la flema sangrante. Iba muy a la medida de una sociedad mojigata, taciturna y melancólica. Caracterizada por el paso lento y los movimientos de un cuerpo como en cámara lenta. De mirada distraída y llena de ensoñación y adormecimiento.
Pero es en el novecientos cuando la humanidad despierta y se lanza al movimiento frenético y la construcción de un mundo a velocidad extrema. Mundo que se piensa constantemente. Se razona, se mentaliza hasta la histeria. Así se aprecia otro mal de siglo. El cáncer va de la mano con este hombre que se consolida como criatura científica y reta a Dios y al Diablo frente a su hazaña más acabada: la tecnología.
El cáncer es una enfermedad de la mente, un mal de los tiempos modernos. Caracterizado por el agotamiento espiritual y la soledad del hombre mientras existe en la densidad de millones de personas.
Pero si a la lepra, la peste, la tuberculosis y el cáncer le damos importancia como síndromes que marcan espiritualmente una época; creo que la actual, sin duda alguna, está signada por la impronta de lo artificioso en demasía: el sida. Su origen mismo supuso la duda de si era la primera enfermedad creada en un laboratorio. Aún existe tal duda. Enfermedad de la postmodernidad, de eso que está en lo que llamo la Era del Plástico y de la Prótesis. Nace como síndrome propio de eso que agota, de una absoluta soledad que se padece como muerte espiritual. El sidoso, como el leproso, es un ser excluido del entorno social. Inicialmente se le recluyó en espacios separados. La lógica, dentro de la ironía de la vida, nos dice que todos estamos infectados de ella. Somos propagadores de esa enfermedad, aún sin padecerla físicamente. La fragilidad de una sociedad y de un mundo, que transitamos en suelo gelatinoso y de arenas movedizas, nos dice que pronto estaremos cercanos a ella. Esto es cierto. Cada vez conocemos del amigo del amigo que tiene un conocido pedeciendo tal mal. Cada día los círculos se angostan. Cada vez son menores los límites que nos separan. Por eso desarrollamos las prótesis. Ese embellecimiento ante la “peste”. Esa degradación progresiva y certera de padecer del síndrome, de esa enfermedad incurable que nos diezma y nos reduce a ser siempre eso que somos: podredumbre humana recubierta de perfumes, silicón, bótex, para impedir, como en el leproso del Campeador, la caída a pedazos del alma.
Después de todo algo sí reconozco en el cantar de gesta aludido: la maravillosa muestra de un idioma que nombra su propio padecimiento.