miércoles, marzo 08, 2017
Sopa de esperanza
Mientras los niños terminaban su sopa, me acerqué a uno de los representantes. Estaba sentado a un lado de la cancha deportiva. Lo había observado a lo lejos mientras me dedicaba a tomar fotografías de los niños, cuando realizaban sus juegos con el grupo de jóvenes del voluntariado.
Algo me ocurrió mientras me acercaba a Ramón –le llamo con este nombre para proteger su privacidad- quien parecía uno de esos refugiados que aparecen en las primeras páginas de los noticieros del medio oriente. Pero esto ocurre en la Venezuela del siglo XXI. En uno de los barrios que están en Barquisimeto, la cuarta ciudad más poblada del país.
Y mientras me acercaba para conversar con Ramón los recuerdos se me apiñaron en la memoria. En los finales de los ‘80s., y con 39 años estaba asombrado de ver en la escuela donde investigaba sobre lectura y pobreza, la creciente desnutrición infantil que llegaba al 5% en una población nacional en situación de pobreza extrema alrededor del 42%. Era un escándalo nacional denunciado por los medios de comunicación social.
Estaba apenas a quince metros de Ramón pero mis pensamientos me separaban de él por años y a la vez, las imágenes que veía me eran tan similares.
Esta escuela, de Fe y Alegría, es amplia y con una cancha deportiva techada. Un comedor donde los niños -120 y 90 adultos-, cada domingo asisten para comer la sopa que preparan jóvenes y representantes, por donaciones, al igual que la tizana, gracias al aporte de anónimas personas, con pedazos de frutas para acompañar el almuerzo dominical. Del resto, -me dice Andrés, uno de los líderes que coordina las jornadas de ayuda contra la desnutrición infantil, -solo podemos ayudar también los miércoles.
-La sopa fue una sugerencia de médicos y nutricionistas. Juntamos verduras, hortalizas y huesos con carne, que compramos en sitios donde ya nos conocen. Los vendedores, de tanto pedirles rebajas, nos colaboran, otros nos hacen descuentos. Es una manera de solidarizarse con estos niños que padecen desnutrición grave.
Pienso en Ramón, a quien finalmente saludo. Ya se había tomado su sopa. Él y sus tres hijos asisten cada domingo y miércoles para ayudarse con un plato de comida caliente. Mientras termina su tizana, se voltea y me sonríe. Tiene un rostro abrillantado. Sus ojos hundidos y barba de cuatro días sin afeitar me hablan de una persona que padece hambre. –Es que tengo tres muchachos y el trabajo no me da para alimentarlos en la semana. –Acá almorzamos los tres.
Me muestra su correa. –Ya le hice el último huequito para apretarme el pantalón. Me doy cuenta que también he hecho igual. Me acuerdo de las últimas estadísticas de la fundación Bengoa donde dicen que el venezolano ha perdido entre 5-7 kilos en el último año.
Sigo hablando con Ramón mientras una de sus hijas se le acerca para decirle que ya terminaron de almorzar la sopa. Él la mira y percibo en esa mirada una entrañable ternura. Miro a la niña, de no más de once años. Tan flaca como la maestra del famoso cuento del escritor Pocaterra, la I latina. Pero eso ocurrió en la Venezuela de la post guerra de independencia.
El país palúdico se me sigue pareciendo en todas las épocas. Tanta desnutrición -9% para finales de 2016-, tanto olvido de su población más vulnerable, los niños. También de ancianos y enfermos. Es una verdadera y real crisis humanitaria esta que padecemos en pleno siglo XXI.
Me despido de Ramón y voy al encuentro de la maestra Adriana. Ella me señala a uno de los estudiantes. –Es que nos preocupa. Ha perdido mucho peso y este año termina la primaria. Larguirucho y de semblante taciturno, el jovenzuelo camina cansado. Su mirada, la misma de casi todos los niños y jovenzuelos, es triste y lejana. Es la mirada del hambre y de quienes padecen desnutrición.
El mundo alrededor de la escuela son cerros poblados por ranchos destartalados. Calles de tierra y botaderos de basura y aguas negras. Es parte del paisaje de la comunidad de El Trompillo, al norte de Barquisimeto.
En el autobusete que nos traslada, Andrés me sigue conversando. –Comenzamos este proyecto en octubre del pasado año. Los especialistas nos han indicado que mientras mantengamos a los niños, aunque sea con una/dos sopas semanales, y con tizana, por un período constante de seis meses- podremos recuperarlos de la desnutrición grave y crónica y quizá, impedir que sufran secuelas irreversibles en su desarrollo neurológico.
Le miro candorosamente. Sé que eso es casi un imposible. De seguro la talla de estos chicos no podrá recuperarse para un óptimo desarrollo y también que serán, físicamente, personas con cuerpos frágiles, abúlicos, y propensos a enfermarse periódicamente. Eso va a incidir en un país con población no calificada para el desarrollo industrial, y con altos índices de productividad. Por lo tanto, una economía débil.
También sé que mientras avanza en Venezuela la crisis alimentaria la desnutrición infantil se agudiza. Los reportes de organizaciones no gubernamentales, universitarias e incluso, internacionales, como Cáritas Venezuela, han alertado sobre este drama.
Sé por experiencia que además del hambre y la desnutrición, paralelo a ello avanza una sombra dantesca: la desnutrición afectiva. La he observado en el otro frente de atención que atienden estos jóvenes del voluntariado Alimenta la Esperanza. Está en la comunidad Loma de León, al oeste de la ciudad. Allí los niños asisten prácticamente solos, abandonados por sus padres. Y también asisten ancianos malnutridos.
Pero los líderes del voluntariado, como Oriana, quien apenas tiene 18 años, no se detienen. Recién abrieron otro espacio de atención, en la comunidad de Pavia. Con sus juegos y liderazgo fortalecen valores y principios a los niños. Les enseñan a dar las gracias, la solidaridad y el trabajo grupal. Los niños se alborotan, sonríen y colaboran. –Es dura la tarea. Muy dura, -me comenta. –Lo sé. Pero tenemos que insistir, insistir y seguir insistiendo. Ya no hay vuelta atrás.
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