En el prólogo de su libro, La Ciudad y su Música, José Antonio Calcaño, uno de los más connotados investigadores de la música tradicional venezolana, escribe que “la música es un arte esencialmente social”. Y esta premisa ha estado en la consciencia del ser venezolano desde mucho antes de la llegada de los europeos en nuestro territorio. En los pueblos indígenas establecidos en las regiones del territorio nacional era común el uso de instrumentos musicales, bailes y cantos para celebrar el fin del ciclo de la cosecha y la recolección de los frutos. Por ello, en los escritos de los primeros historiadores, como fray Pedro de Aguado y fray Pedro Simón encontramos referencias a esta actividad que tanta atención llamó a los españoles.
La práctica del baile y del canto para celebrar los actos litúrgicos de su religión tomaban como referencia la experiencia del hombre con su entorno y sobremanera, con sus ancestros. Los españoles incorporaron a esta actividad los ritmos, instrumentos –como el tambor de guerra-, y las letras que glorificaban a nuevos dioses.
Esta amalgama de ritmos, como posteriormente ocurrió con la incorporación de miles de esclavos africanos, creó una nueva concepción de la adoración a la divinidad desde una perspectiva más natural y espontánea. Por eso escuchamos cómo dios y sus descendientes, en muchos villancicos, no sólo poseen unas características físicas más cercanas a los rasgos latinoamericanos, sino que hasta el mismo dios entra a formar parte de la vida cotidiana del venezolano. Lo podemos observar cuando se escucha el siguiente estribillo: “Si la virgen fuera andina y san José de los llanos, el niño Jesús sería un niño venezolano”. Lo demás es una descripción que habla de los rasgos propios de un dios venezolano, que participa del festín de la vida y sus alegrías.
Esta concepción es propia de las culturas antiguas mediterráneas, como el dios Lar que participa de la vida cotidiana de los romanos. O el dios Baco, que acompaña a los embriagados mientras festejan y alzan sus tazas de barro para deleitarse con el vino.
Estas creencias y muchas otras forman parte de las letras que en diciembre los músicos interpretan para celebrar el fin de un ciclo y el nacimiento de otro. En la antigüedad era el cierre del ciclo de la siembra y se festejaba la cosecha abundante mientras los músicos daban gracias a sus dioses y suplicaban que les siguieran mirando con benevolencia.
Es la misma creencia dicha ahora con nuevos ritmos pero siguiendo la tradición que en nuestra memoria colectiva viene practicándose desde hace más de doce mil años y registrándose en documentos escritos, desde finales del siglo XVI. Por eso los villancicos, las gaitas, las diferentes formas del joropo desde su ancestral origen en el fandango y fandanguillo, a más de los ritmos regionales en cada una de las entidades federales de nuestro territorio, nos hablan de una riqueza musical que se hace palpable cada navidad, reafirmando la grandeza de una cultura que se ha ido construyendo lentamente en la cotidianidad de sus mujeres y hombres que anónimamente encuentran motivos para crear letras y músicas que siempre engalanan y se han convertido, muchas de ellas, en verdaderas referencias nacionales. Quizá la más conocida y generalizada “Faltan cinco pa´ las doce”.
No hay hogar venezolano que sea indiferente a esta referencia musical. La memoria decembrina del venezolano es fundamentalmente colectiva en este tiempo. Es una actitud que es digna de elogiar como muestra de la tradición de una cultura que se ha construido con el esfuerzo colectivo y que en este tiempo busca en el Otro la razón de su existencia.
Sea por motivos religiosos como por aquellos movidos por el interés puro de vida, el ser venezolano muestra su don de gente en este tiempo. Su necesidad de ser reconocido más allá de los rasgos cotidianos del día a día, sus penurias y desgracias, en la fe inquebrantable por sobreponerse a las dificultades; es su bondad lo que aflora en su mirada y la alegría por compartir su pequeño gran mundo, y su amor por aquello que le es más querido en estos días: su música, sus cantos y sus bailes mientras comparte su pan (ayaca) y su vino (su ron y su cerveza).
(*) camilodeasis@hotmail.com / twitter@camilodeasis
La práctica del baile y del canto para celebrar los actos litúrgicos de su religión tomaban como referencia la experiencia del hombre con su entorno y sobremanera, con sus ancestros. Los españoles incorporaron a esta actividad los ritmos, instrumentos –como el tambor de guerra-, y las letras que glorificaban a nuevos dioses.
Esta amalgama de ritmos, como posteriormente ocurrió con la incorporación de miles de esclavos africanos, creó una nueva concepción de la adoración a la divinidad desde una perspectiva más natural y espontánea. Por eso escuchamos cómo dios y sus descendientes, en muchos villancicos, no sólo poseen unas características físicas más cercanas a los rasgos latinoamericanos, sino que hasta el mismo dios entra a formar parte de la vida cotidiana del venezolano. Lo podemos observar cuando se escucha el siguiente estribillo: “Si la virgen fuera andina y san José de los llanos, el niño Jesús sería un niño venezolano”. Lo demás es una descripción que habla de los rasgos propios de un dios venezolano, que participa del festín de la vida y sus alegrías.
Esta concepción es propia de las culturas antiguas mediterráneas, como el dios Lar que participa de la vida cotidiana de los romanos. O el dios Baco, que acompaña a los embriagados mientras festejan y alzan sus tazas de barro para deleitarse con el vino.
Estas creencias y muchas otras forman parte de las letras que en diciembre los músicos interpretan para celebrar el fin de un ciclo y el nacimiento de otro. En la antigüedad era el cierre del ciclo de la siembra y se festejaba la cosecha abundante mientras los músicos daban gracias a sus dioses y suplicaban que les siguieran mirando con benevolencia.
Es la misma creencia dicha ahora con nuevos ritmos pero siguiendo la tradición que en nuestra memoria colectiva viene practicándose desde hace más de doce mil años y registrándose en documentos escritos, desde finales del siglo XVI. Por eso los villancicos, las gaitas, las diferentes formas del joropo desde su ancestral origen en el fandango y fandanguillo, a más de los ritmos regionales en cada una de las entidades federales de nuestro territorio, nos hablan de una riqueza musical que se hace palpable cada navidad, reafirmando la grandeza de una cultura que se ha ido construyendo lentamente en la cotidianidad de sus mujeres y hombres que anónimamente encuentran motivos para crear letras y músicas que siempre engalanan y se han convertido, muchas de ellas, en verdaderas referencias nacionales. Quizá la más conocida y generalizada “Faltan cinco pa´ las doce”.
No hay hogar venezolano que sea indiferente a esta referencia musical. La memoria decembrina del venezolano es fundamentalmente colectiva en este tiempo. Es una actitud que es digna de elogiar como muestra de la tradición de una cultura que se ha construido con el esfuerzo colectivo y que en este tiempo busca en el Otro la razón de su existencia.
Sea por motivos religiosos como por aquellos movidos por el interés puro de vida, el ser venezolano muestra su don de gente en este tiempo. Su necesidad de ser reconocido más allá de los rasgos cotidianos del día a día, sus penurias y desgracias, en la fe inquebrantable por sobreponerse a las dificultades; es su bondad lo que aflora en su mirada y la alegría por compartir su pequeño gran mundo, y su amor por aquello que le es más querido en estos días: su música, sus cantos y sus bailes mientras comparte su pan (ayaca) y su vino (su ron y su cerveza).
(*) camilodeasis@hotmail.com / twitter@camilodeasis