me impulsa el deseo de seguir una vida
plena, una vida que esté llena de regocijos
espirituales...una vida que me diferencie
hasta de mis antepasados.
Bárbara Lezama. Carta a la madre.
Releyendo el libro póstumo de Rilke, El Testamento, descubro que escribí al margen de una de las páginas, apenas dos líneas “La errancia es el estigma de lo humano”. Ahora cuando medito sobre ello me doy cuenta que estoy en lo cierto. Siempre andamos vagando por la vida buscando “algo” que nos ancle, que nos permita deslizar nuestra raicidad al fondo de la vida. En esta obra el poeta de las elegías duinesas contrapone su propia vida humana, de hombre solitario, a la del creador. Esa contradicción la llevará hasta el final de su vida. El Testamento son anotaciones, especie de un diario construido mientras paralelamente va creando su más anhelada obra, Las Elegías. Ese canto a la vida desde la mirada del ángel. Al margen quedan sus notas donde la serenidad alcanza parte de un discurso que se inicia como introducción dirigida a un lector ficticio, tal vez él mismo. Un decirse, contarse a sí mismo la vida. Luego viene el tránsito por la incertidumbre creada por la Guerra del año 14. Ecos en la lejanía de un espacio-tiempo ajeno al poeta pero al mismo tiempo que le duele, lacera su vida y su entorno. Allí aparece esa lucha, esa contradicción entre creación y destino humano. Servir para un fracaso como hombre en la majestuosidad de la creación, tal ha sido la obra de Rilke. Sin embargo el poeta se ve arrastrado por el destino a participar de esa confrontación ajena. Participa como un niño que debe realizar una tarea que no le agrada, pero que de todas maneras cumple por ser impuesta. Aparta, como bien lo declara, su juguete más preciado, su obra poética, mientras realiza su labor de hombre sometido a las pasiones de un destino donde otros hombres se destrozan los cuerpos y almas. Regresa al final de la Guerra a su creación. Va de ciudad en ciudad, mientras contempla la Europa destruida por la maldad y la insanía del Poder. La miseria, la soledad y la melancolía marcan la huella humana en Rilke. Es huésped en castillos y casas señoriales. Y en todas ellas va prefigurando el rostro de una vida, la del Hombre, que progresivamente se diluye en su tránsito por una errancia que nunca termina. Ese diluirse se deja claramente intuir cuando describe la impresión que le dejó la obra Madonna de Lucca, del pintor Jan van Eyck. Describiendo el cuadro el poeta afirma: “de pronto, me vino a la conciencia que, durante todo el tiempo, había pensado: ¿A dónde? ¿A dónde? ¿A dónde, hacia la libertad? ¿A dónde, hacia el sosiego de la propia existencia? ¿A dónde, hacia la inocencia, de la que uno no puede prescindir por mucho tiempo? Llegué a mí mismo, atento, incluso con tensión, como si de pronto una reflexión nacida muy adentro se lanzase hacia el exterior, me hundí en la hoja recién abierta ante mí. Era la llamada “Madonna de Lucca” que ofrece el delicioso pecho, encantadora, envuelto en su rojo manto. (...) Y de repente deseé, deseé, oh, deseé con todo el fervor de que mi corazón era capaz, deseé ser, no una de las dos pequeñas manzanas –del cuadro- no una de esas manzanas pintadas en el alféizar pintado: eso era algo que me parecía excesivo...No: deseé ser la sombra dulce y minúscula, la sombra insignificante de una de esas manzanas...este fue el deseo en el que toda mi esencia se contuvo. Y cual si fuera posible que se cumpliese mi deseo, o como si ya con este simple deseo se me ofreciese una comprensión milagrosamente cierta, acudieron a mis ojos lágrimas de gratitud.”
La poética en Rilke es un estarse en la quietud del alma. Volverse absolutamente transparente en la realidad de una vida que se siente y participa mientras se olvida todo dolor y toda angustia de lo cotidiano. Trasciende desde esa misma soledad y esa misma miseria humana: como la guerra, la maldad y el apego a lo fatuo, para instalarse en la alegría de la más pura y exquisita plenitud del gozo por la existencia. Eso que colma desde la lejanía interior: el majestuoso amor por la amada ausente. La inalcanzable realidad femenina nunca satisfecha y que siempre deja su sombra, su huella en el andar de los días. De ello Rilke sentencia: “Lo que empuja a aquellos hombres a su marcha errante, a la estepa, al desierto...es la sensación de que a su muerte no le complace la casa en que vivían; de que no tiene sitio en ella.” Alguna vez, cuando el hombre vuelva su corazón y su ser al “ars poética”, la vida será más digna, más plena, amorosa y ardorosamente como “llama de amor viva”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario