miércoles, junio 21, 2006

LA SERENÍSIMA


Desde el campanario de la torre que está en la isla del monasterio de San Giorgio Maggiore, desde 1951 sede del Instituto Cini, la ciudad parece una gigantesca escenografía. El Palacio Ducal se ve inmenso y más inmenso es su interior al presenciar las gigantescas pinturas del Tintoretto, como el Paraíso. Saber que desde sus innumerables estancias, todas decoradas con frescos, retablos y pinturas renacentistas, discurría la dinámica de la vida cultivada con la más exquisita y refinada vocación por la belleza y sus encantos. Allí los antiguos dux (jefes) desempeñaban las funciones públicas en nombre de las diez familias más ricas de la ciudad, quienes estamparon sus nombres en el libro de oro de la naciente urbe del renacimiento. La ciudad se fundó hace más de mil años y desde entonces el sol enrojecido del atardecer, no ha cesado de distinguir esta obra humana erigida al silencio, a la contemplación y al amor.

De la República Serenísima de Venecia recuerdo sus estrechas y laberínticas calles, recodos, puentes, plazas, plazoletas y sótanos donde yacen las sombras de antiguos seres que día tras día lograron establecer un sitio para vivir, entre la tierra firme y el Adriático, huyendo de persecuciones y enfrentamientos. Allí, justo en la laguna (o lacuna) ese sitio de nadie o de nada, los obstinados hombres junto con el resto de sus familias fueron uniendo los tres grandes islotes arenosos de Iesolo, Torcello y Malamacco, para ir tendiendo cientos de puentes con otros más pequeños hasta reunir cerca de 181 islotes y fundar la República en la inmensa laguna. En sus días de esplendor y gloria logró dominar las aguas de la mar hasta más allá del horizonte. Tuvo Venecia más de 400 mil almas. Hoy sólo quedan apenas cerca de 40 mil. Viejos la mayoría de ellos pero llenos de esplendor, felicidad y oropel. Los venecianos no suelen salir siempre de sus casas. Sólo después del atardecer y cuando ya los miles de turistas dejan las calles vacías, los venecianos comienzan su casi obligada ronda al legendario teatro La Fenice, no tanto para presenciar la puesta en escena de algún clásico de Pirandello, sino para lucir sus encantos. Las mujeres se cubren de sedas, oro y exquisitas fragancias mientras miran distraídamente sabiendo que las observan. Recuerdo a Venecia como el sitio donde transitaron seres arquetípicos, como Casanova, el maestro Tiziano, Palladio, Rousseau, Borges, Carpaccio, Veronese, Thomas Mann, Proust, Hemingway, lleno de vino tinto y crónicas, Vivaldi, Monet. Todos pasearon su silencio por la plaza de San Marco y se santiguaron frente a la basílica y admiraron los elegantes caballos de su fachada y elevaron sus miradas para ver el Campanille y la Torre del Reloj y seguramente tomaron un digestivo en el elegante Café Procope. De Muerte en Venecia recuerdo la vez que presencié una proyección pública, de nombre homónimo, en una de las tantas plazas de la ciudad. Sobre una vieja pared se proyectaba la esplendorosa cinta de Lucchino Visconti. Mientras transcurría la película yo iba introduciéndome en los personajes y la ciudad; la historia del famoso maestro, Aschenbach, que viaja al Lido de Venecia, ya anciano, y se encuentra con el joven Tidzio, suerte de erótico Adonis de quien se enamora hasta fallecer mientras la hermosa figura masculina del joven, metido en el mar, voltea su rostro y fulmina con su mirada al maestro quien en la orilla se desvanece. Desde la torre del campanario, a lo lejos, se perciben hacia la derecha otras pequeñas islas, como Burano y Murano, esta última sitio donde el soplado del vidrio trasluce la mirada citadina que pareciera quebrarse de tanta fragilidad. Así mira Venecia. También está la isla cementerio de San Michele. Amurallada y mostrando apenas los copos de los olorosos cipreses. Allí mi mirada se posó sobre la tumba de Ezra Pound. Sólo las sombras lo visitan. Su tumba en verde está oculta entre altas hierbas y despojos de medias cruces y alas de ángeles marmolizados. También está Stravisnky en un silencio de armónicos matices. Recé en la lejanía mientras las campanas anunciaban el mediodía.La Serenísima está cruzada por centenares de grandes y pequeños puentes, como El Rialto, sobre el Gran Canal, o como el Puente de Los Suspiros, detrás del Palacio Ducal. Por donde lanzaban a los ladrones y criminales, permitiéndoles un último suspiro antes de lanzarlos atados al canal. O también el amoroso Ponte dell’Umiltá, discreto y blanquísimo, como casi toda la arquitectura citadina, llena de esa piedra de istria. Hacia la izquierda mi mirada busca la fachada de la Universidad de Venecia. No la identifico ni tampoco supe de mi amigo argentino René Lenarduzzi, quien se vino acá para ser lector de español en la antigua academia. Sólo el comedor aún conserva el olor del aceite refinado de la oliva y las aromáticas hierbas de la cocina veneciana.

Venecia y los venecianos están unidos al mar desde su fundación cuando el dux celebraba la unión de los ciudadanos con el mar y en señal de agradecimiento por su ascensión, lanzaba un anillo de oro al Gran Canal; los habitantes realizan sus fiestas mayores en las aguas de la laguna. Allí lanzan fuegos artificiales, pasean sus negras y adornadas góndolas mientras toda la ciudad es un festín, entre una semiluz que se refleja en las aguas y las miradas de mujeres bellas que muestran su dulzura desde ventanas y balcones.Es la ciudad del peregrinaje para los artistas, para los amantes y para los silenciosos. Pero también la Serenísima está llegando a su fin. Los venecianos la abandonan lentamente, como imperceptiblemente se oculta bajo las aguas de la laguna. Ahí quedarán las bellas iglesias, conventos, monasterios y prostíbulos, junto con el mercado, las fondas, trattorías, pizzerías, tavolas caldas, y la mirada distraída de sus habitantes, quienes fueron dueños de un pasado de esplendor y lujo, libres mercaderes y apasionados amantes. Pasaron por la administración del dominio austríaco y la invasión de Napoleón, en 1797, quien destituye al último dux, Ludovico Manin, hasta que el reino de Italia se la anexa, en 1866. Pero los hijos de la Serenísima antes de ser italianos son venecianos y así lo declaran una y otra vez. Sólo la pizza parece haberlos dominado. Hoy Venecia está plagada de locandas y pequeños centros donde se ofrece todo tipo de pizza. Triste destino éste de la Serenísima: descender lentamente al fondo de la laguna impregnada de pizza y murmullos de turistas.

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