martes, junio 20, 2006

ASÍS



Situada al pie del monte Subasio, donde el santo de los pobres, los humildes y los poetas realizaba sus caminatas al alba, Asís se levanta como un pequeño pesebre adornado por los sauces, torres y campanarios de las tantas iglesias que allí persisten. El pueblo no tiene más de tres calles principales por donde transitan los casi cinco millones de turistas que cada año llegan a este santuario de la cristiandad y cuna del mundo franciscano por la gracia del “frate sole”. Asís es apenas un punto lejano adherido al Subasio. Siglos antes, Francisco Bernardino, el muchacho más conocido del pueblo, transitaba por las empedradas callejuelas mientras se preparaba para la defensa de la comuna cuando el pueblo se enfrentaba a su enemigo de siglos, la ciudad de Perusa. Desde esa lejana ciudad vi muchas veces el extenso y hermoso valle que es la Umbría, el corazón verde de Italia. Francisco también conoció Perusa, pero forzado por las circunstancias de la guerra, cuando debió permanecer un año prisionero. Declarada en el 2000 Patrimonio cultural de la Humanidad por la Unesco, Asís no pierde nunca su sentido primario como centro espiritual y también como uno de los tantos pueblos del mundo donde el hombre aún puede mirar a su semejante y sentir una leve cercanía que lo hermana con su voz primaria: el sentimiento de saberse algo más que hombre. Quizá sea por el gesto del santo cuando logró calmar al lobo, allá en la entraña del Subasio, mientras le habló y éste le respondió con su tierno y humilde sentimiento amoroso. También pueda ser por la belleza de alma que fue Clara, la primera discípula del santo-poeta. Ella tiene también su iglesia y allí están sus restos. Cada uno tiene su singular presencia y todavía existen en boca de sus paisanos, en los bares, en el mercado, en las silentes torres ruinosas que se divisan en lo alto. Muchas veces visité este pueblo. Iba en la semana. Evitaba ir un sábado o domingo. Buscaba en la iglesia de Francisco, los frescos del Giotto. También al Cimabué. Grandes obras del arte tan majestuosas como el silencio del Subasio. Sé que en Asís aún persiste esa quietud en el ambiente. En el pueblo del poeta y santo conocí a Anzio y Marisa, ambos asisianos y con una larga historia de amor, ternura y privaciones económicas. Tantas, que Anzio debió ampararse en sus paisanos cuando se le quemó su taller de carpintería. Gracias a la colaboración de medio pueblo pudo salir adelante. Se dedicó a visitar, por cuanto pueblito cercano hubiese, iglesias y viejas casas para comprar puertas, ventanas, muebles, bases de espejos, santos, vírgenes e imágenes diversas. Las restauraba en su taller para luego venderlas a los turistas que continuamente deambulan por Asís. Pueblo silente es éste. Anzio sólo atinaba a visitar casas viejas, antiguos palacios, palacetes y ruinosos conventos. De cada viaje traía sus cachivaches y también tantas historias. Románticas unas, otras tristes y marcadas por el remate de los muebles. El polvillo de las envejecidas maderas fue lentamente cerrando sus pulmones y cierto día, leí en una carta que escribió Marisa, que Anzio había muerto. En Asís, cercano al poeta, el restaurador de muebles duerme entrelazado a las viejas maderas que una vez fueron sillas, ventanas y puertas y que volvieron a renacer por la mano de este ser tan semejante al alba que fue Anzio.

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