miércoles, junio 21, 2006

DELFOS



Nosotros que partimos para esta
peregrinación miramos las estatuas
quebradas, nos olvidamos de nosotros
y dijimos que no se pierde la vida tan fácilmente
Yorgos Seferis.






Cerca del Parnaso, donde moran las musas, en el monte de Fócida, Delfos se abre como un inmenso santuario místico dedicado a la memoria de Apolo, el rectilíneo dios a quien la Pitia, la gran sacerdotisa griega, dedicaba sus oráculos. De Pitia deriva el término Pitón, serpiente o demone que trae el saber desde su hendidura debajo del trípode donde la sacerdotisa meditaba y entraba en trance. Para llegar al lugar se accede pasando por una serie de lugares de amplios y majestuosos pinos, también por el estrecho de Corinto que aún, después de tantos siglos, conserva su imponente estructura por donde las naves transitan en su silencioso andar. Desde arriba los barcos se aprecian como diminutas presencias que lentamente pasan, enlazadas a las gabarras que las llevan amarradas a sus proas. El santuario délfico conserva todavía la extraña emoción de haber sido visitado por dioses, héroes y reyes. También por las sacerdotisas, los poetas y los amantes. Quizá también por algún pastor o un extranjero. Ahora los instrumentos, los utensilios usados alguna vez para predecir el futuro, otorgar saber y humildad, se conservan en el museo del lugar como reliquias de un asombroso pasado. Delfos todavía es una de las ventanas místicas por donde se accede al universo de lo inmaterial. Desde esa ventana que aún huele a pinos y olivares, se aprecia la silente presencia de un mar lejano y profundo. Debajo de la hendidura donde se sentaba la sacerdotisa, el pitón dejaba fluir sus emanaciones que adormecían y preparaban el trance para que la pitonisa balbuceara palabras que eran interpretadas por los sacerdotes. Todavía se continúa este rito sagrado y quienes hemos conocido el lugar sabemos que allí mora la luz que viene desde el Oriente para iluminar a quienes, como iniciados en el sendero del ars poética y el apocalipsis (revelación) viajamos un día para conocer los senderos de un sitio de presagios, donde la divinidad se aprecia en la quietud de los envejecidos pinos, olivares y el exquisito sabor de la vid que mantiene intacta su heredad como fruta incomparablemente ácida y a la vez dulcísima, sin semillas y de piel casi transparente. En su reposo, el museo conserva los vestigios de lo que alguna vez fue Delfos. El Fénix a la entrada del sitio, mantiene sus alas en reposo, esperando el momento para desplegarlas. A la izquierda se encuentra una sala semicircular. Una semi luz deja apenas ver la figura de tamaño natural que está al medio de la sala. Una verdosa imagen de un mancebo que en su quietud espera a su anhelado amo. Es el famoso Auriga o Carretero. Tallado en bronce. De impresionantes rasgos, su mirada reposada y serena deja entrever la majestad de quien alguna vez fue en lo humano el preferido de un noble. Pudo ser Anasilao o Cratístenes o Baltos o Polyzelos. Tampoco su tallador ha sido conocido, pero sabemos por algunos detalles, sobre todo el de sus venas en el cuello, que pudo ser Pitágoras, el maestro de Samos, quien esculpió al mancebo, tan semejante a Dios y a todo aquello que refleje la trascendencia y lo divino. Lo que resta de esa imagen, después de haberla apreciado y observado durante más de tres horas, es una infinita voz que en el fondo de mi alma se ha quedado oculta y que en las altas madrugadas deja salir desde su silente hendidura, la palabra sagrada que aún me anima a vivir, a amar y a esperar el nacimiento a la otra vida, esa cercanía a la voz antigua del hombre, tan humana, tan colmada de fe, esperanza y amor.

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