viernes, mayo 04, 2012

Constancia

Por los años ‘80s Puerto Ordaz era una ciudad que hervía en personajes que se establecían y buscaban realizar sus sueños en negocios de rápida y efectiva prosperidad. Se reunían en una panadería a la que el populacho bautizó jocosamente, como “La isla de la fantasía”. Esas “islas” existen en cada una de las ciudades de nuestro país. Entrar a ese sitio era escuchar a hombres y mujeres competir en una danza de millones, traducidos en dólares, libras esterlinas, marcos alemanes, liras italianas y obviamente, bolívares aún no devaluados. De rostros afiebrados, ojos desorbitados mientras dejaban salir graves o chillonas voces que caían traducidas en billetes y monedas sobre las mesas, que siempre estaban llenas de papeles, carteras, bolsos y aquellos celulares del tamaño de un ladrillo. En esas conversaciones a todo pulmón se mencionaba al amigo del amigo quien tenía un conocido que era amante de la secretaria ejecutiva del presidente de tal o cual empresa y quien podía, -de seguro, encontrar una cita para ser atendido. O el otro, quien decía que tenía un “contacto” en Caracas, en el ministerio o era amigo del senador o del diputado, y podía garantizarle el préstamo con pagos en “largas y olvidadizas cuotas”. Todos alardeaban de tener un proyecto, un plan, una buena idea, un negocio, pues. Los dineros siempre venían del gobierno, del ministerio, de la gobernación o de la alcaldía. Sueños que salían de mujeres y hombres que gritaban sus delirios mientras saboreaban su cafecito, su cerveza o su botella de buen güisqui. Por esos años también llegó de Portugal una joven medio familiar de los dueños de la panadería. La chica, de no más de 20 años, apenas balbuceaba el español. Comenzó de ayudante en la caja, en el mostrador y hasta en la limpieza. Vivía en una pieza y apenas si hacía una comida al día, ahorrando todo lo que podía mientras también tenía su sueño: montar su propia panadería. Pasaban los días, las semanas, los meses y varios años, y el conglomerado de soñadores aumentaba, mientras una que otra vez, se reunían para celebrar el cierre de un negocio o para decidir la apertura de otro, o para cambiar de ramo. Con los años esos soñadores, algunos de los cuales lograron alcanzar sus metas, los veía de repente frente a locales comerciales disfrutando de un cigarrillo mientras exhibían sus nuevos modelos de celulares, cada día más pequeños y que desplazaban a los llamados “ladrillos”. Después, en no más de dos o tres años, los veía bajar la Santamaría mientras colocaban “Se traspasa este local” o simplemente lo abandonaban. Mientras esto ocurría, la chica que vino de Portugal ya era encargada de la caja y hablaba un muy buen español, con sus giros guayaneses y además, hasta se había casado con un paisano. Los años pasaron y a la panadería dejaron de llegar esos soñadores quienes dejaron en ese sitio, sueños, alegrías y muchas desilusiones. Pero la joven, ya toda una señora, ahorró lo suficiente y pudo invertir comprando un local e instalando su propia panadería. Han pasado más de 10 años y la panadería aún sigue vigente mientras su dueña, en su diaria faena, abre las puertas de su negocio desde las 6 de la mañana hasta pasadas las 11 de la noche, de lunes a domingo. Nunca la he visto alardear de tener bienes de fortuna ni de jactarse por lo que ha logrado, ni mucho menos de ser amiga de este político o de aquel ministro. Por el contrario, sigue la dinámica del diario trabajo, constante, que da seguridad y otorga satisfacción en quien se sabe consciente de tener un bien logrado por su propio esfuerzo. (*) camilodeasis@hotmail.com / twitter@camilodeasis

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