viernes, abril 27, 2012

Gustavo Díaz Solís: ese amoroso e inmenso mar

Transitaba por el pasillo de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela con su erguida y estilizada figura. Iniciaban los años ‘70s. De modales caballerescos y palabra solemne. A la vez cercano, a la vez distante. Parsimonioso. Su mirada siempre era una luz entre sus ojos. Melancólica y a la vez escrutadora. Su silente andar al entrar al aula de clases o al salir de su oficina, en la dirección de la Escuela, siempre dejaba un aire de majestad en la figura de un verdadero maestro dedicado a la pedagogía de la palabra. Hoy vienen a mi memoria los días cuando la Escuela ardía en discursos, encuentros, discusiones, postulados, manifiestos. Todavía estaba viva la llama de la Renovación en la Escuela donde se cuestionaba la esencia de la literatura y su sentido ético y estético. Díaz Solís fue encargado de dirigir la Escuela (1974-76) en esos tiempos tan convulsionados y a la vez, ardorosos y plenos de creación. Tuve el privilegio de asistir a sus clases de literatura inglesa y norteamericana, y además, cuando me entregó el título de licenciado en letras, siendo Secretario de la universidad. Su obra está, sin embargo, plenamente vinculada al mar (nació en Güiria, en 1920) ese mar oriental donde la vida transcurre en la playa esperando y despidiendo al sol y su sombra. De su amplia y trabajada obra cuentística (Premio Nacional de Literatura, 1995) que inició en los años ‘40s cuando apenas superaba los 20 años, El niño y el mar presenta, a nuestro criterio, uno de los aportes más trascendentes a la renovación de la narrativa venezolana. No es tanto la sencilla historia de un niño pescador de cangrejos quien, con utensilios simples de pesca –apenas una lata y un guaral anudado a un palo- preparan la acción para ir a pescar cangrejos a la orilla del mar. Es que el mar es un cuerpo vivo que poco a poco acerca su espuma hasta cercar al niño. Y es el encuentro con un robusto cangrejo lo que alerta al niño frente a la crecida del mar. El cuento posee un tono poético que se percibe en el tratamiento amoroso de los detalles y en la límpida palabra que abraza y teje su dorada luz. La historia se potencia en la palabra trabajada y presentada en escenas que permiten –como secuencias de tomas de una cámara cinematográfica- la ubicación de planos donde se aprecia al niño, inicialmente en primer plano y un tanto seguido, los promontorios de arenisca y más allá, al fondo, el cuerpo marino que se hace inmenso y se confunde con el azul del cielo. El tiempo del cuento a la vez presenta un manejo de cámara que se mueve de izquierda a derecha, lentamente, y detalla la historia que aproxima un desenlace y a la vez, otorga carácter de actantes a ciertos elementos: las alpargatas que el niño graciosamente se quita cuando llega a la playa, mientras orina y el sol destella su brillo en la arena, los utensilios que cuelgan en la espalda del niño, el cangrejo con su macana que se agiganta en la sorpresa del pescador… y el mar, ese cuerpo marino que se hace sujeto y es presencia obligada en la historia del cuento. Por su parte, el niño es arrastrado por la acción misma hasta encuadrarse al paisaje y ser otro personaje más en la serie de actantes que se adhieren a la historia. Sorprende la técnica empleada por Díaz Solís para tratar una historia tan aparentemente trivial. Historia que vemos todos los días de la vida en miles de niños que buscan su sustento en las playas del oriente venezolano. Pero el niño, el cangrejo y el mar presentes en esta historia trascienden la cotidianidad y se instalan en la memoria cultural para decirnos que hay costumbres, olores, colores, gestos de una misma mirada que se cuela por ese ojo escrutador de la cotidianidad que es Gustavo Díaz Solís. (*) camilodeasis@hotmail.com / twitter@camilodeasis

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