miércoles, noviembre 07, 2012

La señora Etelvina

Cuando vivía en Maracaibo, allá por 1964, se hablaba siempre de cuentos extraños. Del pájaro “guaco” que cuando pasaba por encima de alguna casa y dejaba salir sus graznidos, de seguro alguien moría. Por eso siempre espantaban a la pobre ave. Pero a la señora Etelvina eso no la alarmaba. Ella nos había alquilado la casa donde vivíamos, era una mujer tan gorda pero tan gorda, que cierta vez, cuando fue a cobrar la mensualidad, se le ocurrió entrar. Mi madre la ayudó a pasar, abriendo de par en par las dos alas de la puerta. Con cuidado se inclinó, se apoyó en el pórtico y dejó caer el robusto pie derecho sobre el escalón. Yo, siempre lejano de ese misterioso ser, observaba detrás de la cortina que daba a la cocina. Blanca, con sus anchos y cuadrados lentes de montura gruesa negra, sus ojos redondeados y grandes combinaban con su cuello y pecho de acentuados lunares negros. Al poco tiempo decidió regresar. Apenas si probó el cafecito que mi madre le ofreció. –Es que tengo que atender un trabajito, fue lo que escuché. Pero la señora Etelvina se quedó atorada entre el escalón y la puerta. No podía subir. Mi madre la ayudaba mientras una de mis hermanas la empujaba por la espalda. Me llamaron. Con apenas 10 años, asmático, esquelético y asustadizo, me acerqué y ella alzó su brazo izquierdo. Juro por los clavos de Cristo que al ver semejante extremidad, cual jamón de navidad, pensé que no sobreviviría. La pobre mujer dejó caer su brazo sobre mi hombro derecho mientras mis manos sostenían apenas una ínfima porción de aquello que era por mucho, más pesado y ancho que toda mi humanidad. Al fin un señor que pasaba terminó de halarla y yo pude zafarme. -Juancito, ven esta tarde a mi casa para que te toméis un juguito. Mi madre asintió mientras me quedaba sin habla. –No sea mal educado, muchacho. –Dígale que va. Asentí con la cabeza y ella complacida, tardó una eternidad –mientras me miró con esos redondos ojazos negros, que fueron para mí un tormento- en dar media vuelta. Había escuchado a mi hermano Miguel comentar que en casa de la señora Etelvina ocurrían cosas raras. Ella vivía apenas al doblar la esquina. Frente a la plaza Coquivacoa. Era una casa con un frente lleno de árboles. Siempre con la puerta y ventanas cerradas. Una noche, cerca de las doce, mientras conversaban, ella lo interrumpió mientras miró fijamente un sofá vacío y exclamó: -Hermano, por qué se presenta así tan feo. No ve que tengo visita. Acto seguido, escuchó un ruido como de huesos, que se alejaban por el corredor. No dijo nada. Apenas si terminó de tomarse el café y decir, después de mucho tragar saliva, que se iba, que era tarde. Pero a mí me salvó el asma. Esa noche me llenaron el pecho con “numotizine” y me acostaron temprano. El cuarto quedó oloroso a guayacol. Por la ventana veía parte del patio, las matas de coco y guanábana, también las ramas del mamón y el cotoperí, y más allá, la cerca que separaba el patio de la señora Etelvina. Escuché ruidos. Alaridos y balbuceos como de alguien endemoniado. Después un sonido de ramas…y ese olor intenso de tabaco crudo. Me fui en llanto. –Es que deben estar sacándole un espíritu que se le metió al hijo de la Chinca. Los años han pasado. Una penumbra de recuerdos se amontona mientras las casas y los amplios patios llenos de matas y sombras, hace años dejaron de existir para dar espacio a una gran avenida en el sector de Nuevo Mundo. Esta historia, como tantas otras, de espantos y aparecidos, es recurrente en nuestra cultura. Las hemos ido gradualmente incorporando a nuestros rasgos como sociedad y de tan cercanas, nos hacen vivir en una verosimilitud de situaciones que son parte de nuestras creencias. Hacen falta mientras acompañamos la madrugada de nuestros insomnios o en los velorios de pueblo. Todos llevamos esa marca, esa exagerada metáfora que nos une secretamente a un mundo donde entramos silenciosos, cuando la lógica mundana descansa y de improviso nos asaltan los recuerdos. Yo, sigo pensando en la señora Etelvina. La imagino sentada en su mecedora mientras habla con sus “hermanos” como buena espiritista que era. Serena. De voz segura y sentenciosa. De fina muñeca y con gruesos dedos que dejan ver en su mano izquierda, un delicado anillo de oro mientras se mece y en silencio observa ese otro mundo donde pueden ver sus grandes y negros ojos. Esa mujer especial que viene de un tiempo ido y que sin embargo, sigue vivo como esa vez que nos visitó y me provocó el asma. (*) camilodeasis@hotmail.com / @camilodeasis

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