miércoles, octubre 24, 2012

Fue en una larga noche que se juntó ya con el amanecer cuando nos cerraron el bar y no quisieron seguir sirviéndonos más güisqui. Era en Ciudad Bolívar. Horas antes, habíamos instalado el Congreso sobre Literatura venezolana Hoy. Corría el año 1995. A ese bar de mala muerte habíamos ido a parar después de recorrer varios escenarios etílicos. Cuatro alegres enamorados de la palabra fuimos a juntarnos por obra y gracia del destino en la otrora Nueva Guayana de la Angostura del Orinoco, fundada hacia 1764. Denzil Romero, Nestor Rojas, Manuel Bermúdez y quien esto escribe rememoramos recuerdos de piratas, corsarios y filibusteros mientras escuchábamos a Felipe Pirela y Javier Solís. En la Ciudad Bolívar republicana existe un barrio llamado Perro Seco. Barrio antiguo. Fundado allá por la época de los primeros años de la secular ciudad, junto con el parque El Zanjón. Manuel nació en un barrio de nombre similar aunque de mayor prosapia, Laguna de Perro Seco, en la parte sur de San Fernando de Apure. Ahora, después que el tiempo acentúa la melancolía en sus lejanías y los alcoholes se evaporan y aclaran las farras, vienen de nuevo las imágenes de esos instantes. Esa palabra del maestro de la semiótica que fue Manuel Bermúdez. Discípulo de Umberto Eco y mejor aprendiz de la picaresca burdeliana de su barrio natal. Su palabra estaba asociada a la academia superior de la vida. Esa palabra universal que se hace carne mientras sientes cómo resplandece en la tertulia de la cotidiana manera de acentuar una pedagogía soportada en el malandraje de lo mucho sabido y vivido. Porque Manuel fue docto en el conocimiento interior de la palabra. En sus claves de signos y símbolos. Los dos compadres eran eruditos y a la vez aprendices. Denzil defendía el dibujo descriptivo de su Manuelita, que había sido premiado, elogiado y a la vez retado por historiadores pacatos y moralistas. Yo le indicaba la manera un tanto fácil de llenar páginas con sinónimos y adjetivaciones vanas. –Es cierto, me confesó. Pero Manuel proseguía en sus memorias sobre los personajes que en todo pueblo existen. Esos letrados de la oralidad que pernoctan en las plazas, al borde de una acera o que se hacen prescindibles por estar siempre vagando en el espacio abierto del barrio. La voz llaneraza de Manuel se hace eco en mi memoria mientras releo su último escrito, Enciclopedia rústica de personajes insignificantes de Apure, editado por la Universidad Pedagógica, en 2005. Quizá ahí se condensa su pensamiento y su palabra tan cercana a la oralidad. Es un texto construido en el mejor linaje de las obras maestras de la picaresca universal, como Pietro Aretino y sus Diálogos de cortesanas, y Sonetos lujuriosos, en la Venecia del siglo XVI. En su Enciclopedia… Manuel se dedica a describir de manera pormenorizada, a los personajes de sus días cuando Perro seco, y San Fernando de Apure eran su patria, su escenario por donde desfilaban forasteros, relojeros, prostitutas y salteadores. También el mono sexista Pancho y “Cachito Cachumba” el cantor florido de Gardel. Pero también Manuel orientó a una generación de estudiantes sobre los códigos lingüísticos y el real saber y entender la lengua española, mientras fue maestro de escuela, profesor de secundaria, docente universitario e investigador. Sus libros Tradición y mestizaje, dos ensayos de aproximación, 1974; Cecilio Acosta, un signo de su tiempo, 1984; La ficción narrativa en radio y televisión, 1984; Escaneo semiológico sobre textos literarios, 2000, así como sus artículos periodísticos son una propuesta para la comprensión de la cultura venezolana sobre la base de los nuevos paradigmas en la comunicación. Alguna vez, mientras estudiaba en el emblemático liceo Andrés Bello, en la Caracas de inicios de los ‘70s vi entrar a la nostálgica librería El gusano de luz, a unos extraños personajes, mientras junto con mis amigos de curso nos divertíamos en los bancos del Parque Carabobo. Después supe que a esa tertulia iban don Julio Garmendia, -a quien vi de lejos, Oscar Sambrano Urdaneta, Domingo Miliani, Orlando Araujo… y también Manuel Bermúdez. Ahora sé que nada ocurre por casualidad. Las coordenadas se entrecruzaron en la Angostura de Guayana y siguieron después en Puerto Ordaz y Caracas, donde escuché por última vez su voz en el celular. –Ya no salgo por las noches, camará. Me dijo mientras se quejaba de achaques corporales y tanta inseguridad. –Volveremos a conversar, Juan. Fueron sus palabras de despedida. Solo salía a ocuparse de sus lecturas como secretario de la Academia de la lengua. Quizá la tristeza por la ausencia del compadre ido, quizá tanta palabra ruin y blasfemada en boca de políticos y libretistas telenoveleros de pacotilla agotaron la mirada de este amoroso y universal hombre de barrio, de eso que tanto tuvo y ofreció: el don humilde y sabio de la palabra. (*) camilodeais@hotmail.com / @camilodeasis

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