sábado, noviembre 26, 2011

En capilla ardiente


Cuando murió Kelvin de Jesús –Er cara ‘e perro- apenas acababa de cumplir los 20 años. Lo encontraron en una zanja en “Barrio Loco” de San Félix, estado Bolívar. Tenía también 20 impactos de bala en su rostro. En el CICPC tenía un amplio prontuario policial: desde arrebatones hasta violación a menores de edad y tráfico y consumo de drogas. Todo un bichito, pues.
En la funeraria Cecoguay le estaban velando. Muy pocas personas fueron a verle. Eran casi todos familiares y allegados. Otros curiosos y otros más, para cerciorarse de su muerte y dormir tranquilos en el barrio. Se diría que todo transcurriría normalmente. Pero ya por la noche, los administradores de la funeraria indicaron, tanto a familiares como a las demás personas, que debían abandonar el sitio. También en las demás capillas estaban alertas porque velaban a un malandro.
Razón tenían los dueños de la funeraria porque después de las 9 de la noche nadie está a salvo en la Venezuela moderna. Ni los muertos. Al cara ‘e perro no le hicieron más nada. Puro nerviosismo mientras lo velaron. Dos coronas y apenas su tío materno puso el hombro para sacarlo de la funeraria. Los demás eran empleados mientras su silenciosa madre, como apenada, hundía el rostro en una servilleta.
Pero la fiesta comenzó al entrar al camposanto. Al llegar al sitio del entierro ya estaban instalados sus compinches. Habían llegado en motocicletas, busetas y carros de alquiler. Desenfundaron sus armas y acto seguido, dispararon al aire mientras aceleraban las motos y ponían a todo volumen un reguetón. El de chaqueta semicuero negro y percing en la oreja derecha, se acercó al féretro, lo abrió y acto seguido roció con su botella de ron el cuerpo de Kelvin José. Le abrió la boca que había sido destrozada por los disparos, y le echo más ron. Después, una de las mujeres que acompañaban a los malandros, abrió los ojos al difunto y los sostuvo con dos palillos. –Pa’ que vea por dónde está el camino que lleva a la Santa Muerte, dijo. Supe entonces que pertenecían y eran devotos en la corte de la Santa Muerte.
Finalmente sus compinches fueron depositando, uno a uno, flores que quitaban de las demás tumbas. Simplemente iban y jalaban las flores. Uno que otro hasta las trajo con su florero. Lo limpió y lo puso a un lado. Nadie dijo nada. A lo lejos las personas corrían a refugiarse entre las tumbas. Otras se embarcaban en sus vehículos y enfilaban a la salida. Las ancianas se persignaban y los niños miraban con rostros medio asombrados, medio entusiasmados, mientras los jovencitos se diría que hasta se sentían atraídos por las armas, las actitudes y el desenfreno malandril.
Pasa esto en la Venezuela actual. Ocurre en San Félix, en Puerto Ordaz, en Puerto La Cruz, en Maracaibo, en Catia, en Valencia… y pare usted de contar. Es una práctica ya común en funerarias y cementerios nacionales. Tumbas abiertas. Cruces, santos y ángeles destrozados. Roban cualquier tipo de metal semiprecioso y hasta hierro y latón. Las tumbas más viejas las abren y se ven los féretros puestos a un lado. Hay restos de tabacos, cenizas de carbón, esqueletos de animales, dibujos de círculos, de cruz hebrea, entre una serie de signos que denotan la febril actividad nocturna en los camposantos. Propiedad exclusiva de la cada vez más popular Corte Malandra.
(*) camilodeasis@hotmail.com / twitter@camilodeasis

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