sábado, abril 16, 2011

Warao witu



La primera vez que tuve conocimiento de la cultura warao fue en la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela. Habíamos generado un cambio curricular y logrado introducir algunas modificaciones, como la inclusión de los estudios sobre lengua y literaturas indígenas venezolanas. Nuestro primer acercamiento fue con los grupos étnicos Wüayú, en la Goajira venezolana. Después fuimos al Delta del Amacuro para conocer la realidad cultural de esta otra etnia. Practicamos el idioma warao en la zona de Pedernales mientras remontábamos el caño Manamo. Los warao witu o verdaderos waraos fueron nuestros compañeros y orientadores para iniciarnos en el conocimiento de esa ancestral cultura. Hubo una hermosa integración con esas comunidades y nosotros, bisoños estudiantes y enamorados de nuestra realidad cultural, habíamos logrado interesar al claustro académico sobre la importancia de esta realidad cultural tan olvidada y mal comprendida, para aquellos tiempos. Era la década de los años ’70, cuando la llamada Renovación universitaria aún se vivía en nuestra escuela. Agrupados en un Frente en Defensa de las Culturas Indígenas, teníamos nuestros mentores teóricos: Miguel Acosta Saignes, los hermanos Jorge y Esteban Emilio Mosonyi, entre un nutrido grupo de otros amigos quienes aportaban sus experiencias sobre una realidad, la indígena, sólo abordada como objeto de estudio para museos e investigación antropológica.
Para esos años las diferentes comunidades indígenas en Venezuela estaban en un olvido total. Sólo los frailes capuchinos, como misioneros y herederos de los aventureros del siglo XVI, asumían su labor que era digna de respeto, aunque vista por nosotros con cierto recelo en cuanto a la recolección de las fuentes de la tradición oral: poesía, fábula y cuento. Casi todas reescritas y pasadas por el tamiz de la visión religiosa cristiana que suponía una censura de su cosmovisión.
Ahora cuando leo en la prensa sobre la muerte de seis niños de la cultura warao en el basurero de Cambalache, en Puerto Ordaz, me vienen a la mente las imágenes de esos seres que aún, después de casi cuarenta años de aquellos encuentros, siguen padeciendo el rechazo de una sociedad y unos gobiernos que nada le han solucionado, salvo la incorporación de un cuerpo de leyes, donde se les reconoce y da existencia y protección, pero sólo de manera teórica.
La muerte de esos niños por desnutrición, enfermedades respiratorias, disentería, entre otras afecciones propias de una interacción en un medioambiente notoriamente insalubre, como el botadero de basura de la ciudad, es prueba fehaciente de la inmoralidad de un gobierno y una sociedad que siguen discriminando a parte de su población, la más desvalida y desprotegida. Más allá de los estratos socioalimentarios, económicos y educativos en que se ha clasificado la sociedad moderna, los llamados estratos A, B, C, D y E… están las comunidades indígenas. No tienen clasificación alguna. Son los más pobres dentro de los pobres y miserables de este país. Además, al salir de sus sitios de origen para mejorar su calidad de vida, intentan integrarse a la sociedad pero son rechazados. Conclusión: terminan sintiéndose de ninguna parte y pierden su identidad cultural. Esto es lo más terrible que pueda sucederle a un ser humano.
La muerte de estos niños por hambre muestra el rostro dantesco y terrible del drama nacional de un gobierno que no atiende y menos protege a sus ciudadanos. Con esto, se demuestra que existe una fea, hipócrita, desleal y cínica clasificación de ciudadanos de primera, segunda y más categorías. Los indígenas están más allá. Son vistos con desprecio o con lástima por parte de sus mismos hermanos venezolanos. Son objeto de burla o desagrado. En los hospitales nadie les atiende o cuando lo hacen, no les entienden porque no conocen su idioma. La ignorancia ha llevado, por una parte, a dejarlos como depósitos humanos en espacios tan despreciables como el basurero de la ciudad de Puerto Ordaz, o se los devuelve a sus espacios naturales y ancestrales, donde no hay absolutamente nada para que puedan sobrevivir. Los montan en autobuses y los abandonan en lugares apartados, porque para esos políticos de turno, “afean las avenidas, calles, plazas y otros sitios de esparcimiento”.
No ser indiferente ante este drama es muestra de una consciencia social y justo es denunciar y generar una actitud proactiva para permitir que estos venezolanos sean atendidos con dignidad y se les respete y garantice su integridad física y espiritual como seres humanos.
(*) camilodeasis@hotmail.com / twitter@camilodeasis

2 comentarios:

  1. Leer esta realidad de tu pluma mueve lo más profundo de la sensibilidad que podamos tener para horrorizarnos y conmovernos por tan cruda verdad. Gracias por la imagen, la sonrisa de esos niños iluminó mi espíritu para suavizar la tristeza que causa pensar en tanta indolencia

    ResponderBorrar
  2. Describes una realidad y al hacerlo uno siente que recibió un coñazo en la nariz. Es la sociedad que fraguamos, que está ahí y pasa muy poco para darle vuelta.
    Un abrazo, Juan, qué bueno leerte.

    ResponderBorrar