martes, agosto 08, 2017
Aperturar
No siempre las palabras se originan por buen linaje. Eso llamado Etimología de las palabras. Gran parte de nuestro vocabulario, ese vernáculo, no aparece registrado en la partida de nacimiento oficial, formal, el Diccionario de la Lengua Española. Tampoco en los diccionarios de regionalismos. Eso no indica, sin embargo, que no existan, ni mucho menos que su uso esté prohibido. Son usos lógicos aunque puedan ser agramaticales
Una de ellas es la que da título a nuestro artículo: Aperturar.
Creo que comenzó a utilizarse hacia la década de los ‘90s., como traducción directa del inglés, “to aperture” en contraposición a “to open”. Quizá la forma abstracta terminó por ceder a la forma concreta, de allí que mientras en español usamos un solo verbo para acciones abstracto-concretas, el verbo “abrir”, en otras lenguas existen estructuras lingüísticas para expresar situaciones diferentes.
Pero además, percibo que esto del uso del sustantivo “apertura” como verbo, “aperturar” debe estar justificándose en su uso, cada vez más generalizado, por alguna razón fonética. En toda la llamada cuenca del caribe hispanoparlante, es donde se sitúa la mayor dinámica de uso del español con la construcción de modismos y de neolenguaje.
Tendríamos que detenernos en la pronunciación, tanto de [abrír] como de [apérturár] para darnos cuenta que el hablante intenta superar una pronunciación, donde el fonema vibrante simple [r] pareciera, en el primer caso, crear cierta incomodidad, por su cercanía, mientras en el segundo caso, aperturar, la vibrante se suaviza en su pronunciación.
No es tema de análisis en este corto espacio, los procesos fonológicos ni mucho menos, morfo-sintácticos. Sin embargo, considero que el uso de este sustantivo como expresión verbal, aperturar, lejos de ser una manera impropia en su uso, en la práctica le está posibilitando al usuario de la lengua española, la oportunidad de escoger entre dos posibilidades y no una, como fue el caso de tantas generaciones de hablantes, entre los cuales me cuento.
Desde el golfo de México hasta el extremo oriental del estado Sucre, en Venezuela, la práctica del español encuentra su mayor riqueza idiomática. Con esto no desprecio los aportes que puedan darse en otras regiones, incluso en el español peninsular y hasta en Filipinas, pasando por aquellos que surgen de entre las zonas fronterizas, como Brasil y los Estados Unidos de Norteamérica.
La utilización de esta herramienta lingüística, aperturar, en situaciones concretas –área bancaria y financiera- ya es común en algunas zonas de España, como Centroamérica (Honduras) así como en Bolivia, Perú, y obviamente, Venezuela, donde parece que se originó.
A nuestra fortalecida expresión aperturar le está pasando igual a aquella otra, de los años ’50-60s., Chévere. Que se generó en el arrabal de la vida. Era vista como pecaminosa. Las beatas al escucharla o leerla, se santiguaban y mandaban a quien osaba pronunciarla, los jóvenes más que todos, a lavarse la boca y rezar un Yo pecador.
Pero en la práctica idiomática, la Pragmática, esa estructura fue contrastándose. Chévere pasó la prueba de los procesos de Sincronía/Diacronía para, al final, ser aceptada en la partida de nacimiento oficial.
¿Quién puede negar, hoy, la existencia del “acto” de ganarse la vida revendiendo alimentos y artículos de uso personal y medicinas? Eso se llama “Bachaquear”. Ya vino en cajita feliz, en combo, pues. Verbalizado: Yo, Tú, Él, Nosotros, Vosotros y Ellos.
En los procesos lingüísticos y en la Filología en general, la serie de estructuras surgidas por cualquier vía y necesidad de comunicación, se llama enriquecimiento idiomático. Nos guste o no, eso es así. No tiene discusión, salvo comprender –no siempre aceptar- su existencia a través de estudios socio o psicolingüísticos. Otro asunto es la torpeza de filtrar discusiones, por razones religiosas, morales o simplezas políticas.
Por eso se hace tan necesario en las sociedades la Educación Idiomática. No la tonta y cansona materia llamada Castellano. Ahí solo se mostraba el esqueleto del idioma de Cervantes. Puros despojos de estructuras a partir de oraciones desconectadas de la realidad del hablante.
La Educación Idiomática es la posibilidad que tiene el usuario de nuestra lengua española, de aprender a vivir, amar, odiar, maldecir, soñar, fornicar, defecar, masturbarse, convivir…en su propia y exacta realidad idiomática.
Las lenguas nunca degeneran. Ellas se encuentran, se acoplan, se fusionan y dan lugar a nuevas realidades idiomáticas. Degeneramos los hablantes, por causas disímiles: por hambre o por falta de Educación Idiomática. Somos del tamaño de nuestro lenguaje.
Contra el radicalismo
No creo exagerar al afirmar que al régimen venezolano le quedó inmensamente grande la administración del poder del Estado y sobre manera, representar a los ciudadanos venezolanos.
Y esto lo manifestamos ahora cuando observamos, una vez más, la manera absolutamente cívica, masiva y festiva, como la población venezolana, en su mayoría, hizo acto de presencia ante las juntas electorales de cada estado para verificar su firma, reafirmando su deseo de participar en el Referendo Revocatorio.
Mientras el régimen pierde legitimidad de origen y se sostiene en una evidente, notoria y pública presencia de militares, activos y en situación de retiro, la población nacional se levanta y alza su voz para afirmar su vocación democrática.
Hace apenas un par de semanas visité la zona de Chichiriviche, al occidente del país. Cierta mañana me fui, con mi esposa, a desayunar al pueblo. En el quiosco de La Maracucha (-le llaman Yaya) encontramos a esta pintoresca venezolana. Con más de 40 años haciendo empanadas de cazón, ella deja que su silencio la presente. Pero mi esposa la despierta con preguntas directas: -¿Deberían protestar por el estado de abandono del pueblo?
-Ya para qué. Responde Yaya. –Hasta yo voté por ese muchacho pensando que nos iba a ir mejor. –Y fíjese cómo está el pueblo. –Él se la pasa en moto con carajitas.
-¡Ah! –exclama mi esposa. Y la precisa. Por eso tenemos que salir de este gobierno. –¡Pero señora¡ Nosotros votamos por el cambio y mire en lo que paramos. Los ojos de mi esposa casi se le escapan por la sorpresa. La sobrina de Yaya interviene desde la cocina de la choza. –El alcalde es de Primero Justicia. -Es un dizque justiciero.
Yaya se lamenta y apenas exclama: -Tenía como 40 años que dejé de votar. Todos son la misma vaina. Vienen y me comen las empanadas. Dicen que me van a ayudar y después, se olvidan de una. Así pasó cuando Caldera y antes, con los adecos. Les pedía ayuda para mi hijo que nació con males de cabeza. –Medio loco, pues. Necesitaba pastillas para que no convulsionara. Exámenes y placas de la cabeza. Y ninguno me ayudó.
-Fíjese que la anterior alcaldesa, del Psuv. Vino a este quiosco y yo le pedí que me ayudara. Ella después se apareció hasta con una ambulancia para llevar a mi hijo al hospital. Le dije que yo no era chavizta. –No importa, Yaya. Estamos para servir a todos. –Eso me gustó.
Y es que mientras estoy en la cola para verificar mi firma, observo a tanta gente y pienso en Yaya, la empanadera de Chichiriviche. En sus comentarios, en sus ademanes, y hasta en sus miradas, sus gestos y sus sonrisas, siento que el venezolano, en su inmensa mayoría, es por sobre todas las apariencias, genéticamente democrático y civilista.
Además, participa en organizaciones y partidos políticos por su misma formación y convicción democrática. Esa es una probada y comprobada sabiduría y conocimiento que le otorga seguridad de saber que democracia es sinónimo de libertad. Que votando se arreglan las controversias políticas.
Como Yaya existen otros miles de venezolanos, ciudadanos abandonados desde hace años, que de tanto ser abandonados por el Estado y sus instituciones, como los partidos políticos, aún y con sus recelos y resentimientos, permanecen en sus principios y vocación democrática.
-¿Votar? –Se pregunta Yaya. Vamos a ver. Será que eso es lo que necesitamos para que esto mejore. Y se recuesta en su silla blanca, mientras su delantal habla por ella. Ahí están las señas de mujer que madruga y persevera.
También estos ciudadanos han madrugado para verificar su firma. Llegan en muletas, otros arrastran años en sus piernas varicosas o se ayudan con bastones. Los más jóvenes copian a los adultos y practican sonrisas y gestos solidarios. Informan. Entregan servilletas para limpiar manos y dedos.
En toda una manzana y más allá se aprecia tranquilidad. Hay serenidad. Alegría, acaso. Una atmósfera de seguridad y hasta los militares forman parte de este solidario paisaje democrático. Esta inmensa comunidad de venezolanía que a paso lento, pero seguro, muestra en pequeños actos, la cotidianidad de la práctica de la libertad. Esa que se construye en la alegría del compartir, del convivir con el Otro, semejante o diferente.
En ellos, como en Yaya, en la duda y en la certeza, sé que el camino que lleva a superar esta condición de casi marginalidad donde nos quiere meter este régimen pandillero, es la reafirmación de nuestros principios y valores democráticos. Con sus defectos, muchos, pero con sus infinitos beneficios. Y en ese sendero, en ese camino, tenemos que permitir la participación de aquellos militantes y dirigentes psuvianos y chaviztas, en el amplio espectro político de nuestra nacionalidad.
Ello es preferible antes de caer en la barbarie de una atrocidad histórica llamada guerra civil, entre venezolanos.
miércoles, marzo 08, 2017
Sopa de esperanza
Mientras los niños terminaban su sopa, me acerqué a uno de los representantes. Estaba sentado a un lado de la cancha deportiva. Lo había observado a lo lejos mientras me dedicaba a tomar fotografías de los niños, cuando realizaban sus juegos con el grupo de jóvenes del voluntariado.
Algo me ocurrió mientras me acercaba a Ramón –le llamo con este nombre para proteger su privacidad- quien parecía uno de esos refugiados que aparecen en las primeras páginas de los noticieros del medio oriente. Pero esto ocurre en la Venezuela del siglo XXI. En uno de los barrios que están en Barquisimeto, la cuarta ciudad más poblada del país.
Y mientras me acercaba para conversar con Ramón los recuerdos se me apiñaron en la memoria. En los finales de los ‘80s., y con 39 años estaba asombrado de ver en la escuela donde investigaba sobre lectura y pobreza, la creciente desnutrición infantil que llegaba al 5% en una población nacional en situación de pobreza extrema alrededor del 42%. Era un escándalo nacional denunciado por los medios de comunicación social.
Estaba apenas a quince metros de Ramón pero mis pensamientos me separaban de él por años y a la vez, las imágenes que veía me eran tan similares.
Esta escuela, de Fe y Alegría, es amplia y con una cancha deportiva techada. Un comedor donde los niños -120 y 90 adultos-, cada domingo asisten para comer la sopa que preparan jóvenes y representantes, por donaciones, al igual que la tizana, gracias al aporte de anónimas personas, con pedazos de frutas para acompañar el almuerzo dominical. Del resto, -me dice Andrés, uno de los líderes que coordina las jornadas de ayuda contra la desnutrición infantil, -solo podemos ayudar también los miércoles.
-La sopa fue una sugerencia de médicos y nutricionistas. Juntamos verduras, hortalizas y huesos con carne, que compramos en sitios donde ya nos conocen. Los vendedores, de tanto pedirles rebajas, nos colaboran, otros nos hacen descuentos. Es una manera de solidarizarse con estos niños que padecen desnutrición grave.
Pienso en Ramón, a quien finalmente saludo. Ya se había tomado su sopa. Él y sus tres hijos asisten cada domingo y miércoles para ayudarse con un plato de comida caliente. Mientras termina su tizana, se voltea y me sonríe. Tiene un rostro abrillantado. Sus ojos hundidos y barba de cuatro días sin afeitar me hablan de una persona que padece hambre. –Es que tengo tres muchachos y el trabajo no me da para alimentarlos en la semana. –Acá almorzamos los tres.
Me muestra su correa. –Ya le hice el último huequito para apretarme el pantalón. Me doy cuenta que también he hecho igual. Me acuerdo de las últimas estadísticas de la fundación Bengoa donde dicen que el venezolano ha perdido entre 5-7 kilos en el último año.
Sigo hablando con Ramón mientras una de sus hijas se le acerca para decirle que ya terminaron de almorzar la sopa. Él la mira y percibo en esa mirada una entrañable ternura. Miro a la niña, de no más de once años. Tan flaca como la maestra del famoso cuento del escritor Pocaterra, la I latina. Pero eso ocurrió en la Venezuela de la post guerra de independencia.
El país palúdico se me sigue pareciendo en todas las épocas. Tanta desnutrición -9% para finales de 2016-, tanto olvido de su población más vulnerable, los niños. También de ancianos y enfermos. Es una verdadera y real crisis humanitaria esta que padecemos en pleno siglo XXI.
Me despido de Ramón y voy al encuentro de la maestra Adriana. Ella me señala a uno de los estudiantes. –Es que nos preocupa. Ha perdido mucho peso y este año termina la primaria. Larguirucho y de semblante taciturno, el jovenzuelo camina cansado. Su mirada, la misma de casi todos los niños y jovenzuelos, es triste y lejana. Es la mirada del hambre y de quienes padecen desnutrición.
El mundo alrededor de la escuela son cerros poblados por ranchos destartalados. Calles de tierra y botaderos de basura y aguas negras. Es parte del paisaje de la comunidad de El Trompillo, al norte de Barquisimeto.
En el autobusete que nos traslada, Andrés me sigue conversando. –Comenzamos este proyecto en octubre del pasado año. Los especialistas nos han indicado que mientras mantengamos a los niños, aunque sea con una/dos sopas semanales, y con tizana, por un período constante de seis meses- podremos recuperarlos de la desnutrición grave y crónica y quizá, impedir que sufran secuelas irreversibles en su desarrollo neurológico.
Le miro candorosamente. Sé que eso es casi un imposible. De seguro la talla de estos chicos no podrá recuperarse para un óptimo desarrollo y también que serán, físicamente, personas con cuerpos frágiles, abúlicos, y propensos a enfermarse periódicamente. Eso va a incidir en un país con población no calificada para el desarrollo industrial, y con altos índices de productividad. Por lo tanto, una economía débil.
También sé que mientras avanza en Venezuela la crisis alimentaria la desnutrición infantil se agudiza. Los reportes de organizaciones no gubernamentales, universitarias e incluso, internacionales, como Cáritas Venezuela, han alertado sobre este drama.
Sé por experiencia que además del hambre y la desnutrición, paralelo a ello avanza una sombra dantesca: la desnutrición afectiva. La he observado en el otro frente de atención que atienden estos jóvenes del voluntariado Alimenta la Esperanza. Está en la comunidad Loma de León, al oeste de la ciudad. Allí los niños asisten prácticamente solos, abandonados por sus padres. Y también asisten ancianos malnutridos.
Pero los líderes del voluntariado, como Oriana, quien apenas tiene 18 años, no se detienen. Recién abrieron otro espacio de atención, en la comunidad de Pavia. Con sus juegos y liderazgo fortalecen valores y principios a los niños. Les enseñan a dar las gracias, la solidaridad y el trabajo grupal. Los niños se alborotan, sonríen y colaboran. –Es dura la tarea. Muy dura, -me comenta. –Lo sé. Pero tenemos que insistir, insistir y seguir insistiendo. Ya no hay vuelta atrás.