lunes, diciembre 24, 2012

Esas piernas

Había abordado el metro en Roma. Venía de Perugia, ciudad etrusca al centro de la Umbría. Finalizaban los años setenta. Todo en la Italia de ese tiempo era un “sciopero”, una huelga permanente. Pero en verano los italianos dejan todo a un lado y se preparan para sus vacaciones. Mientras me sentaba avisté a no más de metro y medio la silueta de unas piernas que, entrecruzadas, descansaban sus pies en unas sandalias de cuero marrón, muy al estilo de las antiguas romanas imperiales. Era una joven de no más de veintidós años, delgada y de nariz perfilada y cabello negro, largo y brillante. Tenía entre sus manos un pequeño bolso de tela. Quizá me quedé contemplando esas piernas y pies durante ocho o diez minutos. La mirada la interrumpían los continuos transeúntes que entraban y salían del vagón. Pero mis ojos seguían enfocados en esas tan delicadas piernas y en los pies que poseían la elegancia y refinamiento de quien los mostraba en todo su esplendor. Paulatinamente el vagón se iba quedando solo. Las piernas, sin embargo, permanecían imperturbables. Quizá muy quedamente se alargaban para dejar ver una silueta contorneada de pantorrillas exquisitamente delineadas, firmes, blancas y bronceadas. Intuí entonces que el verano acentuaba en esa piel el cálido “ferragosto”. No supe cuándo quedamos solos en el vagón. Ni tampoco el instante cuando ella dejó de mirarme y volteó para ver la próxima estación. Yo solo miraba esas largas y refinadas piernas y esos exquisitos pies. Acaso parte de la falda de seda italiana que delicadamente caía apenas un poco más allá de sus rodillas. Ella se preparó para salir. Entonces quedó un espacio vacío que dejó después de levantarse. Ese espacio lo ocupó la sensación de desarraigo que experimenté cuando apenas cruzó la puerta de salida del vagón. Volteó y vi su rostro y esos ojos oscuros que melancólicamente se despedían mientras se perdía entre la muchedumbre que transita por las calles de la “cittá”. No sé cuántos minutos permanecí contemplando ese asiento vacío. Ella permanecía allí. Su imagen quedó grabada en mi existencia como parte de mi carne y de mi sangre. No quise abordarla ni tampoco me importó el timbre de su voz, ni su mentón, ni sus manos, ni sus labios. Solo apreciar, vivir esas largas piernas que terminaban en unos pies de finos dedos y con la piel quemada por el sol. Esas piernas cruzadas, descansando mientras sus muslos se arropaban en un vestido de verano. Por la ventanilla del vagón vi como se esfumaba por entre el bullicio de manos, rostros, espaldas y vestimentas de verano de cientos de anónimas personas. Pero ella, aún sin conocerla ni saber su nombre, adquirió un rostro propio y sobre todo, un espacio en mi memoria. Ha permanecido sentada en ese vagón mostrando sus piernas y sus pies, como una película que se repite infinitamente. Ahora, entrando al vagón de mi memoria, y después de tantos años de aquel encuentro, vuelve la lozanía, la piel tersa y exquisita de unas piernas que siguen transitando mis ojos, y entonces regresa la infinita y jovial aventura de la primera vez, la emoción de vivir la plenitud de los instantes, de esas incandescencias, esas ráfagas de esplendores de vida que ofrecen los contornos, las siluetas, las curvas de ese misterioso, sobrecogedor y esplendoroso ser que es la mujer y lo femenino. (*) camilodeasis@hotmail.com / @camilodeasis

miércoles, diciembre 12, 2012

La flauta de Rufo

Mi tío Domingo era un andino que había formado parte de las jóvenes tropas del naciente ejército nacional del general Juan Vicente Gómez, allá por los inicios del siglo XX. Sabía de las andanzas de los caporales andinos en el poder. Había lucido su uniforme como Sargento Mayor. Después de tanta lucha y peleas terminó viviendo con nosotros. Ayudaba en la casa cuidándonos en lo que podía. Como buen andino era de recto proceder, terco y serrano. Recuerdo que siendo apenas un niño de entre 5-6 años, asmático y sumamente delgado, estaban en la casa unos amigos de mis padres, entre ellos un médico. Yo me acerqué al lado de mi madre, mientras jugaban una partida de dominó. Estaba apenas con un pantalón corto. Al verme, el médico le comenta a mi madre: -Comadre, ese niño está muy flaco. –Es bueno que le des un poco de hierro y también fósforo para ver si engorda. Mi madre afirmó con un gesto mientras mi tío, quien siempre estaba silencioso, escuchó lo dicho por el médico. A los días y mientras mi madre preparaba el almuerzo, mi tío se acercó a la cocina y al momento de entregarle unas “busacas”, le dijo: -Aquí tiene, Carmen. –Eso es para que le dé al muchacho. Mi madre abrió las bolsas. Había desde tuercas, clavos, tornillos, hasta arandelas y unas cuantas cajitas de fósforo. Asombrada, mi madre le pregunta: -Pero bueno, Domingo! cómo le voy a dar esto al niño. No ve que eso no se mastica. A lo que el viejo soldado le riposta: -Pero no ve que eso fue lo que le mandó el doctor! Ese era mi tío Domingo, quien también tenía un viejo burro y con él, salía por las tardes a vender pan por las veredas y calles de las recién inauguradas nuevas urbanizaciones de la Maracaibo de finales de los años ´50s. Mamá hacía el pan y luego mi tío los metía en unas cestas que se sostenían en el lomo del viejo Rufo. Iba junto al asno caminando mientras Rufo balanceaba aquellas cestas tejidas con varas de palmeras con su oloroso alimento. Rufo siempre iba lento y su docilidad era emblemática. Se diría que hasta cierta tranquilidad la había copiado de su dueño, quien no se daba mala vida por nada. Eran ambos tranquilones, silenciosos y pasaban casi desapercibidos en la cotidianidad de los soleados días maracaiberos. Solo que cierta vez, ya entrada la tarde, la usual mansedumbre de ambos se vio alterada cuando Rufo alcanzó a escuchar a una joven yegua que pasó por la esquina. Aquello hizo que a Rufo se le inflara la flauta más de lo normal. Iba por las veredas, calles y bocacalles mostrando tremendo pan sobao mientras rebuznaba como galán quinceañero. Mi tío no pudo controlarlo. Se le soltó de las viejas bridas y se fue detrás del rastro de la yegua. Al rato entró el viejo soldado a la casa. Sudaba y se le veía la cara de preocupación. Las amigas de mi madre, quienes tomaban el café de la tarde, de repente se quedaron boquiabiertas. –Domingo, y Ruf… No había terminado mi madre la pregunta cuando el otrora cansado y viejo asno entraba por todo el medio de la sala, rebuznandito, con su rabo saludando de un lado a otro y con sus orejas levantadas… y además, con aquella tremenda flauta brillosa y erecta. Poco le faltó para emitir un silbido de complacencia. No hubo mayor comentario. Las señoras terminaron de ver de reojo la animalidad de Rufo, mientras algunas dejaban exhalar un profundo respiro al tiempo que terminaban de tomarse su café. Mi madre despidió a sus amigas mientras desde el fondo oscuro del patio se escuchaban los estruendosos rebuznos del viejo Rufo. (*) camilodeasis@hotmail.com / @camilodeasis